En medio de la crisis desatada por la autoproclamación de Nicolás Maduro luego de las elecciones del 28 de julio, Brasil y Colombia han liderado los esfuerzos por avanzar en una negociación para que el régimen venezolano publique las actas electorales y permita una auditoría imparcial e internacional. El régimen ha rechazado esa idea y, por el contrario, se ha refugiado una vez más en el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), para obtener una “verificación” de los resultados que, de ser el caso, no generará credibilidad alguna.
Quizás anticipando este desenlace, los presidentes de Brasil y Colombia realizaron propuestas alternativas el 15 de agosto. Así, el presidente Lula sugirió como solución la repetición de las elecciones, para dar lugar a un Gobierno basado en la distribución de cuotas entre Maduro y la oposición. El presidente Petro respaldó esa propuesta, citando como ejemplo el Frente Nacional en Colombia.
Las propuestas de Brasil y Colombia se basan en algunas de las fórmulas de cogobierno que ya antes se han ensayado sin éxito en Venezuela, pero que parten de una premisa que me parece muy sensata: cualquier transición debe apoyarse en un acuerdo político que respalde el pluralismo político, y que incluya elementos de justicia transicional basados en la centralidad de los derechos humanos. Sobre ello, ya he escrito en La Gran Aldea.
Sin embargo, creo que ambas propuestas no logran identificar la naturaleza del problema, que no es cómo repartir cuotas de poder del Gobierno. Ese fue un problema hasta el 2016, pero desde entonces, el problema en Venezuela es que las instituciones políticas han sido cooptadas por una reducida élite que basa su accionar en la aniquilación de toda disidencia. Y en ese esfuerzo aniquilador, se ha destruido la capacidad estatal. De igual manera, repetir las elecciones, en sí mismo, solo agravará los problemas y la inestabilidad política.
Con todo, creo que en estas ideas hay elementos que podrían destrabar la crisis venezolana, siempre y cuando se admitan fórmulas heterodoxas, recordando que no hay fórmulas lineales para avanzar en la transición.
Desde el punto de vista jurídico, no se dan ninguna de las condiciones que, de acuerdo con el artículo 215 de la Ley Orgánica de Procesos Electorales, permitirían anular todas las elecciones. Así, las elecciones fueron convocadas por el Consejo Nacional Electoral (CNE), el resultado -favorable a Edmundo González- no solo no respondió a un fraude, sino que se logró a pesar del fraude electoral continuado, y finalmente, es posible determinar la voluntad de los electores.
En realidad, el problema es que el CNE y la Sala Electoral del TSJ se han aliado con el Gobierno de Maduro para impedir el acceso a los resultados desagregados por mesa, así como el acceso a las actas de escrutinio y totalización, que de acuerdo con la Constitución, la Ley y los estándares internacionales, deben ser documentos públicos y transparentes. La voluntad de los electores debe preservarse -y no destruirse por medio de nuevas elecciones-.
En todo caso, toda nueva elección, en las actuales condiciones, tendrá las mismas deficiencias que la contienda que culminó el 28 de julio, deficiencias ya señaladas por el Centro Carter y el Panel de Expertos Independientes electorales de la ONU. Esto es, elecciones sin libertades políticas, con partidos secuestrados, candidatos inhabilitados, corrupción electoral y una constante represión en contra de la Plataforma Unitaria. Bajo estas condiciones, a decir verdad, los grandes beneficiarios de nuevas elecciones son quienes hoy se niegan a entregar los resultados.
Esto hay que tomarlo muy en cuenta, pues quizás Maduro considere que una solución práctica es que la Sala Electoral anule las elecciones, por ejemplo, invocando la incoherente tesis del hackeo. No faltará quienes aplaudan esa decisión como una nueva oportunidad para Venezuela. Pero esa decisión, lejos de ser una solución, será parte del problema a resolver.
Cuando Hugo Chávez volvió al poder en 2002, luego del intento fallido de deponerlo mediante su renuncia, prometió un pacto de convivencia. La promesa fue incumplida y dio lugar al referendo revocatorio de 2004.
En 2013, luego de su cuestionada victoria, Maduro anunció un pacto con el entonces candidato presidencial, Henrique Capriles. Pero al año siguiente, inició una sistemática política de represión.
«El verdadero problema es que el Gobierno de Venezuela ha sido cooptado por una pequeña élite que considera como fascismo, el simple hecho de disentir»
Luego de la victoria de la oposición en las elecciones parlamentarias de 2015, la Asamblea Nacional intentó, también, la convivencia con el Gobierno de Maduro. El experimento duró, si acaso, días. Maduro optó por desconocer las facultades legislativas de la Asamblea, dando paso a una sistemática política de violación de derechos humanos, hoy en investigación ante la Corte Penal Internacional.
Luego del intento cometido por Nicolás Maduro de desconocer la voluntad popular, y responder con mayor represión (como acaba de reiterar, por ejemplo, la Misión Independiente de Determinación de los Hechos) pensar en fórmulas de gobierno entre quienes han participado en estas graves violaciones y las víctimas, no es una propuesta creíble.
Incluso, tras el manto del cogobierno, lo que pudiera ocultarse es un intento de imponer una paz autoritaria, o sea, una mera apariencia de cogobierno que, en su esencia, encierra sumisión. Este riesgo es tanto más elevado si observamos cómo Maduro y su entorno se han convertido en maestros de disfrazar, con ropaje jurídico, violaciones a derechos humanos, en el llamado legalismo autocrático.
Para muestra, un botón: en el mismo momento en que Brasil y Colombia hablaban de cogobierno, la asamblea controlada por Maduro aprobó una autocrática Ley que pretende acosar a las ONG.
De otro lado, el problema a resolver en Venezuela no es sobre cómo distribuir cuotas políticas. Tal pudo haber sido el objetivo del Frente Nacional en Colombia, al cual se refirió el presidente Petro. Con sus bondades y defectos, el Frente Nacional fue posible pues los partidos Liberal y Conservador acodaron no exterminarse entre ellos, como en su momento hicieron los partidos AD, Copei y URD, en el Pacto de Puntofijo en Venezuela.
El verdadero problema es que el Gobierno de Venezuela ha sido cooptado por una pequeña élite que considera como fascismo, el simple hecho de disentir. Bajo estas condiciones, el cogobierno es imposible, pues no hay, en realidad, tolerancia alguna desde la reducida élite que controla las riendas del frágil Gobierno.
De allí el despropósito de quienes han sugerido un pacto de cogobierno en el cual el Ministerio Público dependa del oficialismo. Con la tradición de abusos autoritarios del oficialismo, cualquier “cogobierno” en el que éste mantenga el poder de la acción criminal es, en realidad, sumisión.
A pesar de las anteriores críticas, lo cierto es que cualquier transición en Venezuela pasa por el cogobierno, no solo por temas de principios sino por razones prácticas. Si Edmundo González asume la presidencia el 10 de enero de 2025, se encontrará con funcionarios civiles y militares que, hasta el día antes, estuvieron en el régimen de Maduro. Pensar que todos esos funcionarios tendrán que salir del poder o ir presos, es otro despropósito.
Esa no ha sido, en todo caso, la propuesta de la Plataforma Unitaria. Durante la campaña, González reiteró un llamado al reencuentro, lo que pasa por negociaciones con quienes hoy están en el Gobierno. Luego de la autoproclamación, María Corina Machado insistió en una negociación para avanzar en la transición.
Lo opuesto a la sumisión disfrazada de pacto de cogobierno, no es la aniquilación del adversario político. Lo opuesto a tal sumisión es un pacto de convivencia y pluralismo, basado en la justicia transicional, que no puede simular impunidad. Ese pacto no solo es deseable, sino que es necesario para afianzar las bases de un Gobierno legítimamente electo a partir del 10 de enero de 2024.
Esto implica que la élite responsable de graves violaciones a derechos humanos no puede seguir en el poder, siquiera, bajo un manto de cogobierno. No solo por un tema de principio, sino de elemental confianza. No puede haber gobernanza si parte del gobierno cree -basado en el largo historial de abusos- que la élite ahora cogobernante intentara su aniquilación. Además, la abrumadora mayoría de los venezolanos coincidió en que esa élite debe retirarse.
Ahora bien, si esa élite se desplaza, entonces, las demás piezas podrían encajar.
Así, una nueva elección, sin Maduro como candidato y con mayores garantías, podría servir para consolidar la base política del nuevo Gobierno. En todo caso, repito que no hay base legal para esa nueva elección y que, además, si se logra la salida de la élite, entonces, una nueva elección sería innecesaria.
Además, con el resto de quienes hoy integran el gobierno civil y militar, podría diseñarse un marco de justicia transicional que apalanque el pluralismo político. Y este marco sentaría las bases prácticas de un genuino cogobierno.
Cualquier otra solución gatopardiana, en la que cambia todo para que todo siga igual, solo agravará la crisis política en Venezuela.
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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