El vocablo fascismo es uno de los más utilizados en la jerga política de la historia contemporánea. Como refiere a una monstruosidad del siglo XX, a una aberración harto conocida por la humanidad y capaz de conmover a la mayoría de los seres humanos, se convierte en un arma de habitual utilización en el terreno de los negocios públicos. Y como todavía cuenta con partidarios a escala universal, pese a sus pavorosos contenidos, es o puede ser un problema de actualidad. De allí que, aunque pocos manejen con seguridad su definición, forme parte de las polémicas habituales. O pueda ser objeto de medidas orientadas a su persecución, porque cualquiera imagina sin dificultad ni reflexión que de donde menos se espera salta la tenebrosa liebre.
Pero, ¿en Venezuela existe el fascismo, hasta el punto de convertirse en una amenaza o en una posibilidad de riesgo que debe cercenarse hasta sus raíces? A menos que se mire hacia muy arriba, la realidad no ofrece evidencias consistentes de que esté paseando en nuestros parajes con sus afiladas garras y sus jetas nauseabundas.
No hay evidencias concretas de que esté agazapado en un rincón, pendiente de asaltar los fortines de la democracia y las almenas de la libertad. En especial por el hecho de que esos fortines y esas almenas fueron domeñados por el autoritarismo chavista, hace ya más de dos décadas.
Ni siquiera tenemos a la vista partidos que estén imitando las conductas de una bandería como la española Vox de la actualidad, de sensibilidad oculta en retóricas que anuncian un apocalipsis que solo una cruzada nacionalista puede evitar.
Nadie maneja evidencias de que haya resucitado una pretensión autoritaria, tipo itálico o germano de gavillas fulminantes y consignas estentóreas, que pueda conducir a una preocupación fundada en las señales del entorno.
Las simpatías con el franquismo de la posguerra civil de España y el apoyo de Hitler en la guerra mundial fueron anomalías que se apagaron mientras el gomecismo languidecía, si nos atenemos a la letra de las hemerotecas. Se redujeron a pulsiones individuales, o a manifestaciones de grupúsculos que murieron lentamente con pocos deudos. Si es así, ¿cómo pudo renacer el fascismo que ahora preocupa a la dictadura «revolucionaria»?
Antes de caer en respuestas apresuradas debe saber el lector que la traducción italiana de Cesarismo democrático fue presentada por Mussolini en Roma con el mayor de los entusiasmos cuando inauguró la estatua del Libertador; y que los teóricos de la Falange Española, del «Glorioso Movimiento», afirmaron que Bolívar fue un antecedente histórico de la privanza de El Caudillo. No se deduce de tales hechos que el doctor Vallenilla Lanz soñara con las tiranías europeas de su tiempo cuando se encargó de pulir las polainas del Benemérito, ni que en la trayectoria del padre de la patria hubiera abono para el oscuro dominio de Franco.
Se trata de interpretaciones posteriores, de propaganda interesada que pudo encontrar asiento en autoritarismos que se creían permanentes e indiscutibles para escribir la historia a su manera, y para manejar a los pueblos de acuerdo con su beneficio político. Por allí van los tiros del antifascismo «bolivariano», dedicado a fabricar riesgos o a magnificarlos según su conveniencia. O según los decibeles de su adoración a las supuestas emanaciones de un suelo sagrado e inviolable, al cual amenazan unos villanos de mil rostros que tienen la ocurrencia de pensar a su manera sin atenerse a las instrucciones de un manual.
La falta de definiciones, labrada muchas veces a propósito, favorece la operación. Como varían los análisis sobre los rasgos del fascismo y sobre los elementos que realmente lo componen; como se trata de una preocupación expuesta a las carencias de ilustración de los pueblos y al capricho de los mandones, cualquiera de nosotros puede ser procesado o encarcelado por formar parte del fascismo, o por llevarlo en el corazón. O hasta ser enjaulado sin atenciones judiciales, porque la seguridad de la patria lo demanda y sus centinelas la celarán, con uniforme o sin uniforme. Tipo Mussolini o tipo Hitler o Franco, si permiten una analogía de enormidad con lo fascismos que son modélicos y celebérrimos.
Sin embargo, para no caer de lleno en disparates, conviene recordar, con toda la preocupación del mundo, que esos antiguos bichos tuvieron vocación de continuidad y ubicuidad, es decir, que pueden florecer hasta en los trópicos de ultramar. En consecuencia, hablamos ahora, en el caso venezolano de nuestros días, de bastardos disimulados de sus padres y de criaturas peligrosamente cercanas.
De lo cual se desprende, a vuelo de pájaro, que en Venezuela todos podemos ser fascistas. Menos los descendientes de los fascistas que están legislando sobre el asunto.
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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Esta es una traducción de El Tiempo Latino. Puedes leer el artículo original en Factcheck.org. Escrito…