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El regreso del miedo – La Gran Aldea

La sociedad venezolana ha estado expuesta al miedo, entendido ahora como una sensación colectiva que obliga a medir los pasos antes de darlos, a calcular los movimientos cotidianos como si se tratara de hazañas debido a las cuales se pueden perder bienes tan caros como la seguridad, la propiedad, la tranquilidad, la libertad  y la vida misma. Pero se puede hablar de un miedo histórico, si lo entendemos  como una experiencia del pasado remoto que ha estado alejada de nuestras vivencias. Que ahora se escriba sobre su presencia  puede parecer rebuscado, debido a que quedaron enterradas en el pasado las conmociones y las fuerzas  que nos convirtieron  en un pueblo miedoso. Mas tal vez no sea así. 

Desde luego que son cosas de una remota lejanía unos pavores como el que pudo provocar el avance de las mesnadas de Boves en 1813 en las poblaciones recién metidas a republicanas, o la proximidad de las tropas de Bolívar después de publicar la proclama de Guerra a Muerte en esos mismos días terribles. Quizá solo interesen como recuerdo aislado las angustias de las gentes indefensas en los tiempos de la Guerra Federal, o cuando sucedieron otras guerras civiles del siglo XIX. Solo son fragmentos  de unas remembranzas cada vez menos trajinadas, debido a su alejamiento abismal de los problemas y las cautelas que conminan al futuro. No obstante, el miedo es un motivo de actividad y pasividad sociales que no se limita a su vínculo con los movimientos bélicos, sino a imposiciones del poder político debido a las cuales se paralizan o se mediatizan las conductas de las mayorías. 

Venezuela fue un paradigma de apatías y silencios cuando los vientos de los combates habían cesado. Debido a la crueldad de la tiranía de Juan Vicente Gómez, la colectividad se aficionó a un mutismo provocado por el temor de caer en las manos de la policía política, en las garras heladas de unos mandarines soberbios e impunes. En un lapso que casi llega a las tres décadas, el país se arrodilló ante la peana de un elenco de torturadores hasta el punto de no hacer absolutamente nada para librarse de ellos. Más bien los mimó, sin siquiera atreverse a un decente alejamiento. Nuestros antepasados sabían de los horrores cometidos entonces en fortalezas inmundas como La Rotunda, afincadas en toda la geografía nacional, pero los contemplaron sin chistar. Aunque durante la dictadura de Pérez Jiménez no se llegó a situaciones tan monstruosas, tampoco varió la conducta de la mayoría de nuestros antepasados frente a los martirizadores  de turno. 

En la actualidad ha regresado el ejercicio del poder a través de instrumentos de coerción como los del gomecismo. Hay antros de tortura como La Rotunda, identificados con claridad y descritos por los medios de comunicación. Hay esbirros como los dirigidos por Nereo Pacheco, o como los empleados por Eustoquio Gómez, harto conocidos por el público y  que transitan por la vía pública sin  ocultamiento. En realidad, la verdad sea dicha, mostrado sus colmillos antropófagos. Por consiguiente, el regreso de una coerción como la gomecista es un hecho incontrovertible, con los retoques necesarios y con las formas que tienen  la posverdad y la tecnología para venderlos. No se hace ahora un descubrimiento, desde luego, sino solo una referencia capaz de llevarnos a entender uno de los motivos que permiten la prolongación  de la dictadura. Su continuismo depende del trabajo de sus verdugos. 

Nada nuevo bajo el sol venezolano, en apariencia. Solo en apariencia, porque el trabajo de los empleados sanguinarios ha estado precedido en la actualidad por asaltos callejeros de las fuerzas de seguridad que apenas se han visto una vez en el pasado próximo, y que ahora forman parte habitual del paisaje. Durante la represión del caracazo, sucedida en febrero de 1989, presenciamos la arremetida de los agentes uniformados contra las multitudes dueñas de las calles, un movimiento insólito que tal vez fuera provocado por lo sorpresivo de la poblada y por la miopía de las autoridades, pero que parecía clausurado por los vientos más moderados de un futuro que aprendió a no actuar a lo loco, a prever. Ahora las embestidas a mansalva forman parte del programa militar-policial, como si la sangre y las muertes del caracazo no hubieran proporcionado lecciones susceptibles de atención. O porque, en lo más eficaz y mecánico de la praxis, juzgan que conviene una segunda edición del horror para que las aguas vuelvan a su cauce. 

La dictadura quiere que el miedo vuelva a enseñorearse en Venezuela, que nos apoque y silencie, que nos lleve a consentir aberraciones como un estentóreo fraude electoral. Les llueve del cielo una parálisis de la sociedad, como la de los tiempos de Gómez. La memoria de situaciones como el caracazo no los mueve a la moderación, sino a fabricar un segundo capítulo. Saben que el miedo ha sido y es un factor fundamental en el desenvolvimiento de la vida social, capaz de provocar  angustias paralizantes. Saben que por la influencia de célebres sustos y espantadas  se produjeron desde antiguo retraimientos consentidos y omisiones de larga duración en la historia universal. Pero trabajan con situaciones pasajeras, con procesos de los que se libran los amedrentados cuando llega la hora. En la república siempre hay cosas extraordinarias después del miedo, escribió Tito Livio. 

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.

rpoleoZeta

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