El absurdo nos estimula a indagar sobre el intrincado ámbito donde la razón topa con las fronteras de la comprensión. Retornar a Kafka es zambullirse en ese laberinto nebuloso donde descuellan el vacío y el sinsentido, un espacio que constantemente desafía nuestra comprensión de la lógica y el discernimiento, invitándonos a debatir sobre aquello que damos por sentado.
Franz Kafka es considerado un ícono de la filosofía existencialista, dado que toda su existencia se centró en un solo cuestionamiento fundamental: «¿cuál es el sentido de mi existencia?» Este misterio fundamental lo impulsó a indagar en numerosas variantes y sutilezas dentro del mismo entresijo, una aflicción que marcó de forma profunda su pensamiento y su obra.
Su habilidad para describir de forma asombrosamente exacta las etapas más complejas de su mente y sus conflictos internos es inigualable. Kafka consigue expresar estas dimensiones personales con una nitidez asombrosa, sin excesos ni sobreexpresiones, lo que otorga a sus escritos una autenticidad asombrosa. Resulta innegable que a lo largo de la historia literaria son muchos los escritores que han encontrado en la literatura un recurso terapéutico, mediante el cual sus espectros interiores van adquiriendo formas y al hacerlo les ha permitido realizar una especie de exorcismo. Pero, Kafka sobresale de modo excepcional entre ellos: nadie lo ha igualado en esa peculiaridad tan suya: consiguió una mixtura óptima entre su mundo mental y la realidad que lo circunscribía.
En sus relatos hallamos una total metáfora, donde los límites entre la ficción literal y la introspección psicológica se desvanecen.
Es precisamente mediante estas historias repletas de simbolismos que Kafka realiza un examen incisivo y detallado del entorno que lo rodea, mientras se reinterpreta continuamente en el espacio que ocupa. Su herencia literaria no solo es un portal hacia las profundidades de su espíritu perturbado, sino también un reflejo para aquellos que tienen preocupaciones parecidas sobre el propósito de la propia existencia.
Cada cierto tiempo, vuelvo a Kafka, y hoy he querido visitar de nuevo las páginas de «El proceso», una de sus creaciones más valiosas. Este texto, junto a «La metamorfosis», se ha instituido como un ícono de su herencia debido al singular estilo que exhibe y que conmueve a cualquier lector que lo examina.
Sumergirse en sus páginas supone un reto auténtico: su lectura intensa y compleja está repleta de tonos sombríos y fragmentos cargados de un absurdo perturbador. Sin embargo, es justamente ese magnetismo turbulento el que convierte la experiencia en algo imposible de abandonar una vez comenzada.
«El proceso» es considerada una de las obras más significativas del siglo XX, publicada póstumamente en 1925. Desde entonces, ha sido objeto de admiración por escritores como Thomas Mann y pensadores de la talla de Walter Benjamin, Theodor Adorno y Hannah Arendt. Su extraordinaria vigencia radica en su habilidad para retratar, mediante una alegoría extraordinariamente potente, la alienación y el desamparo inherentes al ser humano contemporáneo.
Mediante las peripecias de una persona encerrada en un extenso y deshumanizado sistema burocrático, Kafka desentraña el conflicto incesante entre la existencia humana y un poder abstracto que la controla, transformando la vida en un estado de insensibilidad y desesperación en un mundo gobernado por la irracionalidad.
El mejor tributo que podemos rendir a esta simbólica obra en este centenario de su publicación es realizar una efectiva reflexión sobre cómo el «absurdo kafkiano» ruge con fuerza en las contradicciones que conforman la situación presente de Venezuela.
Josef K. es el protagonista de «El proceso», individuo común que un buen día despierta y se topa con unos gendarmes anónimos notificándole su detención. Aunque está detenido, se le permite seguir con su cotidianidad. Desde ese instante, Josef se encuentra atrapado en un laberinto judicial oscuro y amenazante que trata de entender sin éxito: un complejo sistema dirigido por un tribunal omnipresente cuya influencia es casi imperceptible pero sumamente asfixiante.
Una imagen constante en la fantasía de Kafka es la ilustración de la Justicia como una fuerza destructiva e impersonal. Este sistema funciona bajo principios incomprensibles, con la capacidad de aplastar sin reflexionar a cualquiera que no se ajuste a su «absurda lógica».
Con tan solo asomarnos al mundo que configura Kafka, salta uno de los elementos que más nos impacta, la Ley; es conceptuada por nuestro autor como una entelequia, plagada de cánones y ordenamientos tan herméticos donde el propio individuo común es condenando al ostracismo.
La brutalidad de este sistema no solo reside en su feroz rigidez, sino también en una inhumana desconexión que produce al despojar a la persona de la comprensión nomológica de su propia existencia. Kafka agudiza esta experiencia al convertirla magistralmente en una desesperada pesadilla literaria atiborrada de tinieblas y, sobre todo, de inseguridad; una alegoría certera de la desesperación ante el agravio de un sistema incomprensible. A ello se une un entorno irrespirable e inaccesible que convierte la historia en un centelleo distorsionado, exhibiendo los enigmas más angustiosos sobre la condición humana.
Enfocarse en *El proceso* requiere abandonar cualquier concepto preestablecido de estructura o narrativa tradicional. Su naturaleza inacabada y fragmentada concuerda con su esencia absurda e incierta. A pesar de que algunos episodios se desarrollan con una fluidez que cautiva al lector, otros son intensos y requieren pausas continuas para asimilar su contenido. Precisamente, he querido enfatizar esa heterogeneidad que le imprime a la obra una corriente energética que nos cautiva; sus imágenes se graban en nuestra memoria indeleblemente.
«El Proceso», más que un libro para leer deviene en una experiencia agitadora que altera nuestra percepción de la realidad y nos deja profundas heridas emocionales. Si, además, lo leemos inmersos en la cruel etapa actual venezolana, esta novela suscita ecos dolorosos. No solo causa aflicción, sino también una cólera descomunal ante las incontables analogías entre los horrores relatados por Kafka y los sucesos actuales de injusticia y arbitrariedad.
A cien años de su lanzamiento, la obra cobra una profunda relevancia para nosotros, quienes residimos en un país donde miles se encuentran con circunstancias que podrían haber emergido directamente del universo literario de Kafka. No tendría el tiempo suficiente para citar los nombres de aquellos que aún están en prisión, sin entender las causas de su encarcelamiento, encerrados en terribles cárceles, réplicas del absurdo kafkiano.
Situaciones incomprensibles, saturadas de una burocracia desmedida, decisiones irracionales y una sensación permanente de represión, evocan el universo de Kafka. Desde procesos infinitos que deshumanizan a quienes los soportan hasta políticas carentes de sentido económico o social, la vida diaria del país muestra un desorden imposible de comprender.
En estas condiciones, los habitantes se hallan enredados en un sistema que frecuentemente parece funcionar en su contra, perpetuando una especie de laberinto del cual resulta casi inverosímil huir.
La sensación de estar atrapado en un sistema opresivo, inexplicablemente caótico y lleno de contradicciones, es el telón de fondo de la vida cotidiana para muchos venezolanos. Aquí, la burocracia se ha transformado en una suerte de laberinto, un confuso entramado donde la lógica y la justicia están, casi siempre, ausentes.
La gran mayoría de los venezolanos día a día se resiste al desamparo total frente al sinsentido. Quizás la mayor enseñanza se encuentre allí: incluso en una realidad desoladora, siempre se pueden alcanzar tanto pequeños logros como increíbles victorias que mantienen la esperanza de un futuro cercano diferente.
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