Comienzan a escucharse voces de esperanza, ideas que suponen transformaciones, argumentos con razones para el optimismo en un panorama no tan lejano. Por un lado, están los análisis políticos que de alguna manera vienen apoyando esta hipótesis, es decir, la posibilidad de que se hayan producido cambios que permiten suponer que algo se ha movido en un tablero que parecía pétreo, y están también los mensajes privados y sociales que empiezan a transmitir esa misma percepción. Por supuesto, el optimismo se contagia -como también se contagia el pesimismo-, y puede ir creando una tendencia que incorpora esperanzas sin base, pero puede ocurrir que no sea un engaño colectivo sino por el contrario una percepción que comienza a extenderse. En fin, como dicen, amanecerá y veremos.
Por el momento, en esta ola que comienza a hablar de cambios, he venido agrupando algunas experiencias y quiero unirlas a este sentir colectivo. Mi fuente no es el análisis político, y mucho menos la información subterránea de ese mundo; voy por otro lado, por la respiración de lo colectivo que puede percibirse si se afina el oído, y desde hace un tiempo, no demasiado, he comenzado a intuir lo que podría llamarse el país posible, es decir, el país que quiere plantearse metas, intereses, acciones -sin tener demasiado en cuenta la ominosa presencia de quienes han tomado a Venezuela como botín de sus venganzas y blanco de sus resentimientos-, y en el que sin duda tienen importante participación aquellos que nacieron poco antes o durante los últimos veinticinco años. Gente que tiene que estar muy harta de lo que les contamos de la Venezuela del pasado, y más todavía de aquellos que se han interpuesto entre sus aspiraciones y las realizaciones de la Venezuela del futuro. No es la valentía y el coraje lo que caracteriza esta coyuntura, como lo fue en 2014 y 2017, e incluso antes, cuando todavía muchos de los resistentes originales estaban vivos y en condiciones de correrle a las lacrimógenas.
“Una sociedad menos dependiente del Estado y más cercana a la competencia y a la solidaridad”
Este momento es otro y exige otras maneras, como son la persistencia en la búsqueda de ámbitos desde donde encontrar a la sociedad que se pretendió destruir. No pretende polemizar, transgredir, enfrentar, sino colearse en medio de la opacidad que han derramado sobre nosotros para que no podamos vernos, y con paciencia abrir mínimos espacios en los que sentirse ciudadanos; es decir, protagonistas de lo que se quiere ser y hacer. Esos espacios pueden pasar inadvertidos, y probablemente lo sean para la sociedad en su conjunto, pero existen, y en ellos late la presencia de quienes dicen en silencio: aquí estamos, somos diferentes, no queremos el pasado ni el presente, aspiramos al futuro. Lo importante no es si pertenecen a la oposición o al oficialismo, esa polaridad también perdió su valor y empieza a establecerse otra división entre los que se benefician de un país destruido y los que quieren una sociedad digna con pequeñas creaciones, no monstruosas utopías. Mínimas realizaciones humanas y posibles.
Pensemos, por ejemplo, en líderes sociales que, con las uñas, pero con mucha empatía e inteligencia se empeñan en mejorar las condiciones de vida de los vecinos; en grupos de personas reunidas en la calle para pedir clemencia por los árboles caídos por el designio de quién sabe qué propósitos municipales; en gente del mundo del arte o del libro, o de la imagen, y en tantos campos de la creatividad humana, que sigue empeñada en producir lo que le gusta y quiere hacer, y en gente que disfruta recibiéndolo; en líderes y profesionales que apuestan por nuevas narrativas que configuren una sociedad menos dependiente del Estado y más cercana a la competencia y a la solidaridad; en tantos que ocupan muchas horas en la defensa de los derechos de los ciudadanos. De ellos podría mencionar casos concretos, pero con seguridad no los recogería a todos, y prefiero dejar a cada quien la tarea de pensar en los que de alguna manera recuerden al leer estas líneas.
Ese país posible que se gesta en silencio, no porque tenga algo que ocultar sino porque no vive de la propaganda ni pretende el protagonismo, es una sociedad subterránea que va creciendo, y que, a pesar de las acciones antisociales que se diseñan desde el poder, la gente, los ciudadanos, esos que existen aunque sea afrontando dificultades y limitaciones, han decidido reconstruirse con las limitaciones del caso y vivir en la medida de lo posible paralelamente al poder y sus desmanes. Ese país, lo quiera o no el poder, vive y late en silencio esperando el momento de aparecer en escena. No, no es una conspiración, no es una subversión, no es un hecho de violencia, es, por el contrario, la reaparición de lo que el poder creyó haber destruido para siempre. Un importante margen de esta sociedad maltrecha ha comenzado la larga marcha de decir: basta.
La entrada El país posible se publicó primero en La Gran Aldea.
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