Tengo para mí que el continente nuestro, o a lo mejor el mundo, está mutando a un experimento insospechado. Un territorio para penalizar emociones, pensamientos, deseos y por qué no, aficiones antes inocuas. Inmaterialidades: crímenes sin cuchillo, sin pistola, sin arsénico, sin asfixia. Sin cuerpo.
Hablo del crimen del pensamiento o del mal corazón.
Para eso hemos creado un delito, el crimen de odio: los grises de la escala no existen; no existe el desagrado, el disgusto, o la aversión, el descontento y muchos más.
A todas esas variables hoy se les llama odio. Y como el odio es de odiar, ya tenemos el as bajo la manga, la ley contra el odio.
¿Pero cómo identificar el odio?¿Cómo cuantificarlo? ¿Cuánto odio puede albergarse sin que tenga que ser uno penalizado o peor aún, detenido?
¿Cuándo amor? ¿Cuánta nostalgia? ¿Cuánta ira? ¿Cuánto rencor? ¿Cuánta la estupidez? ¿Cuánta desconfianza, desánimo, descreimiento? ¿Cuánta ternura?
¿Hay acaso un “calculímetro” para las emociones humanas? ¿Quién lo tiene y cómo se maneja?
Estamos avisados: Quien odie, delinque. Así odie poco, odie mucho o casi nada, una ñinguita, usted puede ser un delincuente.
Por estos días leía yo en alguna publicación española que ante el peligro de ser confundido con un odiador, un joven originario de Donostia, por iniciativa propia y mera curiosidad, desarrolló una herramienta -para utilizarla específicamente en tuiter- a la que llamó “el odiómetro” y que «mide en tiempo real» el odio que se exhibe en esa red.
Claro, su instrumento está lejos de ser una herramienta científica y fiable para monitorear en tiempo real la cantidad de odio, sin embargo, sí que permite apreciar de forma visual y patente cuánto odio vomitamos los usuarios de la red por minuto. (Lo ilustró hasta con tablas estadísticas).
«Me da la sensación de que es mucho más fácil tratar de anular al contrario con un insulto o con imágenes facilonas. Si eres de derechas te llamo ‘facha’, y si estás a favor de la independencia te llamo «separrata». Eso te resulta más fácil y por eso creo que la gente evita el debate racional y prefiere dejarse llevar». Cito al joven Torres.
Pero la realidad es que nadie está exento. Nadie tiene el monopolio del tal discurso del odio. Sin ir lejos, aquí nos acostumbramos hace años a ser escuálidos, fascistas, sujetos susceptibles de ser parte de una limpieza social, de que nuestras cabezas huecas hicieran eco al recibir un disparo, de freír contrarios en aceite, y en suma, al odio fundacional de la quinta república. Así que odiar ha sido en estas décadas como una arepa pelúa para el desayuno.
Ahora bien, ¿cuándo comienza el odio? ¿por qué?
¿Cómo distinguir el enfado, el disgusto, el desacuerdo, sin que parezca odio?
Si hacemos referencia a ciertos autores clásicos (Aristóteles, Séneca, Spinoza, Descartes) nosotros y las autoridades deberíamos delimitar la dimensión conceptual del odio para no confundirlo con la ira, el resentimiento, y hasta el asco. So pena de escoger como odio cualquier cosa o descartar como odio al odio.
El odio es una emoción humana que consiste en desear causar mal a una persona, o un género de personas y podría tener como causa la ira –que crece hasta el odio-, la envidia, el resentimiento, la venganza o el asco, o cualquier otra emoción negativa.
La ira, por ejemplo, es una emoción que se centra en la intención de causar un estado de pesar a alguien, como venganza por la sensación de uno de haber sido víctima de algo o alguien. La ira suele surgir como una reacción momentánea y tiene una duración determinada –es decir, es una circunstancia temporal. (No así el odio).
La envidia es otra emoción que provoca malestar y dolor por el bien ajeno o la felicidad de los otros y se alegra del mal de los demás.
El resentimiento sería una frustración patógena y enferma de la propia voluntad de ser y de poder frustrados.
Revisando alguna bibliografía sobre el tema para ver más claramente al odio, topo con la obra Anatomía del asco, de William Miller, un fascinante relato en el que el autor propone una serie de similitudes y diferencias entre asco y odio. Solo que -sintetizando a la mínima molécula- el asco es temporal mientras que el odio presupone una larga historia.
En otro interesante análisis del filósofo español Carlos Thiebaut, en su ensayo titulado Un odio que siempre nos acompañará, el autor parte de sostener que los odios definen a los individuos y a los grupos en los que se incluyen, al reflejar las marcas de “pertenencia social, de establecimiento jerárquico de los mejores y de los peores por medio de los gustos y de los hábitos”. De esta forma, Thiebaut sintetiza esta visión cuando sostiene que “dime lo que odias” y retratarás tus virtudes (o tus defectos) y mostrarás el más fidedigno rostro de tu identidad.
En ese libro Thiebaut propone también diferenciar entre “el odium abominationis, que es el desprecio de alguna cualidad negativa de la persona que pudiera poseerlas, y el odium inimicitiae, que se dirige, por el contrario, a las personas en sí mismas. Odiar a personas concretas –desearles un mal– sería algo malo, mientras que odiar conceptos abstractos podría ser aceptable, como por ejemplo en el caso de nociones tales como la “crueldad, el despotismo o la tiranía”.
En palabras de Thiebaut, “odiar cruelmente la crueldad, nos pone ante la paradoja de que nosotros mismos somos crueles cuando más la rechazamos”. Al odiar algo odioso, en cierta forma hacemos un ejercicio de negatividad que nos vincula con él.
El mismo autor sostiene que “los odios políticos pueden nacer de un desprecio (a las mujeres, a los homosexuales), pero se consolidan porque lo odiado se entiende como amenaza, como un peligro que, a su vez, nos odia”.
El odio, tal vez como todas las emociones, puede ser manipulado –sobre todo por los demagogos. Y es que los odios públicos buscan causar mal a un colectivo concreto y suelen ser caldo de cultivo para diversas manifestaciones, como los delitos de odio o los genocidios.(la historia sin fin).
Me queda claro, en todo caso, que hay muchas definiciones y concepciones del odio, por lo que no hay una conceptualización exacta y definitiva sobre él. Ha sido considerado de muchas formas: como una actitud emocional, un juicio normativo, un sentimiento, una motivación, una enfermedad…
Pero a pesar de las discrepancias conceptuales, hay un componente que ha sido aceptado en todas ellas: el deseo de dañar. Este deseo puede ser un medio para un fin o un fin en sí mismo. Por tanto las personas pueden anhelar dañar a otro para elevarse a sí mismas, para obtener placer, para reafirmar su propia importancia o hasta incluso para prevenir un abandono. En todos estos casos, sin importar la intención, el objetivo es dañar.
En el ámbito intergrupal, el odio se ha considerado como un medio eficiente para comportamientos políticos, para la afiliación y la cohesión dentro del grupo.
¿Suena familiar?
Mi pueblo ancestral sabe bien de qué hablo. Mis compatriotas también.
Pero si perdemos el derecho a odiar, ¿podríamos perder también el derecho a sentir todo lo demás?
Si una ley puede penalizar el odio -emoción tan humana como el amor- podemos perder como si de un relato distópico se tratara todo derecho a la emoción humana?
Y mi última duda: Si el odio nos trajo hasta aquí, ¿qué podrá sacarnos?
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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