Este artículo es la continuación de uno publicado días atrás. Es la reconstrucción de las acciones humanas y políticas que hicieron posible el panorama de hoy. A pocas semanas de la elección presidencial, tenemos lo que hace unos meses lucía imposible: una líder nacional recorriendo el país, un candidato unitario ganador y “potable”, unos partidos políticos enfocados en lo electoral, un país entusiasmado y una dictadura que no termina de actuar.
Conviene entonces detenernos en reflexionar sobre cómo logramos llegar hasta acá. “El hoy que era imposible” es aporte en esa dirección. Esta es la segunda entrega.
El panorama de la oposición después del periodo de postulaciones era el siguiente: Manuel Rosales, gobernador del estado Zulia, fue inscrito candidato presidencial en las tarjetas de Un Nuevo Tiempo y de Movimiento Por Venezuela; y Edmundo González Urrutia, fue inscrito candidato tapa en la tarjeta de la Mesa de la Unidad Democrática. Teníamos: un candidato potable, un candidato tapa y tres tarjetas electorales habilitadas. Y, además, seguíamos unidos en la ruta electoral.
Entre el 26 de marzo y el 19 de abril se vivieron días de tensión. En ese periodo, se debía definir quién sustituiría a Edmundo González Urrutia en la tarjeta de la Mesa de la Unidad Democrática.
Este trecho fue especialmente difícil por, al menos, tres razones.
Primero, la dictadura. Siempre imprevisible y opaca. Era evidente que apostaban a un candidato que tuviera mal registro en las encuestas y que nos dividiera. Si bien era fácil saber qué querían, era difícil advertir qué permitirían. Además, teníamos pocas opciones. El sustituto de Edmundo González Urrutia no podía ser cualquier persona, debía ser alguien inscrito en el periodo de postulaciones en otra tarjeta. Esa interpretación arbitraria de la legislación electoral cerraba el abanico de opciones.
Segundo, la unidad. Este momento cristalizó diferencias de criterio en la oposición. La ruta de la unidad y el voto fue cuestionada. Hubo dos posturas. Quienes nos empeñamos en mantenerla y quienes, invocando realismo político y alegando conocimiento pleno de la dictadura, proponían inscribir a un candidato potable, aunque las encuestas mostraran que así perderíamos la elección.
Tercero, lo humano. Más de dos décadas de lucha democrática han afectado las dimensiones anímicas y psicológicas del país y de la dirigencia opositora. Hay desconfianza, frustración, dolor, miedo. Estas emociones negativas afectan el trabajo político y hacen irreconciliable el trato entre actores claves. Estas reticencias han golpeado gravemente el trabajo político.
Fueron días arduos. Hubo presión cruzada. Operó el régimen, sectores económicos nacionales e internacionales y la misma oposición. Representantes de la sociedad civil y de organizaciones políticas adelantaron una agenda conjunta, no sé si convenida, para promover la teoría de la potabilidad y hacer que nos decantáramos prontamente por la candidatura de Manuel Rosales.
Debo hacer un inciso. El rechazo a la candidatura de Rosales no atendía a razones personales. Sus méritos democráticos son incuestionables. Era una posición sustentada en estudios de opinión. La decisión se tomó con encuestas en la mano. Todas nos decían que el país no acompañaba esa opción y la líder de la oposición opinaba lo mismo. Su candidatura le hubiese dado a la dictadura un escenario ideal: división de la unidad y rechazo del voto opositor.
Por eso, esas semanas nos debatimos entre la certeza de un candidato perdedor y la incertidumbre de uno ganador. Y apostamos a lo segundo. El único candidato ganador que se veía en el horizonte era Edmundo González Urrutia, el candidato tapa. Su perfil, aunque provisional, era ideal. Un venezolano honorable, de familia y sin militancia partidista. Además, contaba con el apoyo de todos.
De este modo, llegó el 19 de abril de 2024. En horas de la tarde, Omar Barboza convocó a los integrantes de la Plataforma Unitaria Democrática a una reunión. A la cita acudieron los jefes de los partidos políticos, María Corina Machado y Gerardo Blyde, representante ante la mesa de negociación de Barbados. El encuentro fue a puerta cerrada y sin teléfonos celulares. La prensa esperaba afuera. El país estaba atento. Había conciencia sobre la importancia del momento que estábamos viviendo.
La reunión fue breve. Una coalición de partidos de la Plataforma Unitaria propuso que la candidatura de Edmundo González Urrutia dejara de ser provisional y pasara a ser permanente. María Corina Machado apoyó la propuesta. Los partidos políticos aceptaron de forma unánime y el régimen lo permitió… hasta hoy.
De esta manera, ocurrió lo que tantas veces ha pasado en nuestro país: lo transitorio terminó siendo definitivo. Edmundo González Urrutia es nuestro candidato presidencial.
Los párrafos anteriores incluyen parte de lo que hemos vivido. Ciertamente, hay omisiones e imprecisiones. Algunas deliberadas, otras involuntarias. Corresponderá profundizar en ellas en el futuro. El tiempo, la libertad y la democracia permitirán complementar este primer relato.
Para terminar, quiero compartir tres lecciones que puedo recoger de lo narrado.
Primero,el realismo integral. Una de las heridas más profundas que puede dejar la exposición extendida al mal es la colonización de la esperanza y la racionalización de la catástrofe. Puede pasar en el alma del político lo que ocurre con la bestia que se acostumbra a vivir atada… aún soltándola, no sabe vivir en libertad.
Durante este proceso, muchas personas nos pidieron realismo y nos dijeron que nada de lo que logramos era posible. Algunos lo hicieron con rectitud de intención, otros movidos por intereses personalísimos. Y, ciertamente, aunque este desenlace era poco probable, jamás fue imposible.
Por eso, he aprendido que en contextos autoritarios, turbios y oscuros como el nuestro, debemos ser firmes en dos asuntos que se complementan entre sí: distinguir la realidad de los prejuicios asociados a ella y abrirnos con humildad a lo imprevisible.
Primero, debemos tomar decisiones guiados por los insumos que nos ofrece la realidad y no por los temores que nos infunden quienes necesitan de nuestros errores para permanecer en el poder. Estos meses he constatado aquello que Aleksandr Solzhenitsyn repetía hasta el hartazgo: la lucha más importante se libra en nuestro corazón y en nuestra conciencia. Cuando nos esforzamos por ver la realidad despojada de nuestros miedos, caminamos con más soltura hacia la democracia.
Segundo, observar la realidad sin prejuicios, nos permitirá estar abiertos a aquellos signos que pueden pasar desapercibidos y esconden imponderables democratizadores. Es un llamado a la virtud magnánima. Es una invitación a ver todo el bien que podemos hacer y ser. Solo así, viendo por encima -o por debajo- las consecuencias del mal que muchas veces nos agobia, podremos volver a la esperanza, impulsar lo inevitable y ser testigos de lo sorprendente.
Segundo,la unidad real. La unidad es una tarea exigente y difícil. No hay recetas preestablecidas. Además, a medida que perdemos instituciones democráticas, todo el peso de la acción política comienza a recaer en la calidad humana del liderazgo. Lo resumiría de esta manera: a menos institucionalidad, mayor demanda de voluntad.
Dicho lo anterior, no dudo en afirmar que el único antídoto que tenemos en contra de las paradojas y de las crisis que nos puede imponer el régimen es la unidad de las fuerzas políticas que representan al país. No se trata de una unidad vacía. Después de las primarias, la unidad viene de abajo hacia arriba, trasciende a los partidos políticos y es el principal motor del cambio.
Tercero,siempre de cara al país. En los últimos años, hemos vivido una profunda crisis de representación. En términos llanos, el país se quedó sin una voz que tradujera sus quereres. Esta patología política se comenzó a subsanar con las primarias. No dudo en afirmar lo siguiente: el voto nos sacó de la mudez.
Ese 22 de octubre, cuando vi la calle, pensé en nuestros partidos políticos y en algunos liderazgos. Durante meses, nos dijeron que la antipolítica era un sentimiento extendido. Nos dijeron que el país no quería escuchar temas políticos y que solo se abriría a un discurso afín al de “Venezuela se arregló”. Pero, ese día, cuando ocurrió lo contrario, pensé: quizás, la gente no está alejada de la política… quizás, la gente está alejada de nuestra política.
Tengo una hipótesis que puede explicar esto. Pienso que nos rechazaban porque, en determinado momento, nos comenzó a importar más la opinión de la dictadura que la del país. Entonces, volví a una idea que me ha acompañado en distintos momentos de mi vida política: la política, especialmente la partidista, solo tiene sentido si es un medio para acompañar a las personas en sus preocupaciones y en sus anhelos. Todo nuestro esfuerzo tiene sentido, únicamente, si se hace cara al país.
***
Corresponde terminar este artículo.
Confieso que pocas cosas me entusiasmarían más que avanzar hacia una tercera parte. Sin embargo, debemos aguardar el devenir de los acontecimientos. Para ello, habrá que esperar. Si Dios lo permite, más temprano que tarde, vendrán los párrafos que narren cómo ganamos el 28 de julio y cómo, una vez más, fuimos testigos de un hoy que muchos creyeron imposible: nuestra democracia.
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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