Lo que está sucediendo en Venezuela no debería sorprender a nadie. Que el régimen reconociese su derrota electoral era un escenario ciertamente idílico, pero contrario a más de un cuarto de siglo de violaciones reiteradas a la democracia, a la ley, y a las normas más elementales de civismo por su parte. Era contrario además a la naturaleza del régimen, es decir, al ADN golpista que mostró cuando debutó en el escenario político el 4 de febrero de 1992, y cuyo aniversario escogió desde entonces celebrar como si se tratase una gesta patriótica. Y finalmente, era contrario -y esto es quizás lo más relevante- a su deseo de negociar desde una posición de fuerza su eventual salida del poder. Porque a la hora de una negociación, al régimen podría resultarle ventajoso haber señalado de manera contundente que está dispuesto a hacer lo que sea para quedarse en el poder.
Así las cosas, no debería tampoco sorprendernos que al verse derrotado responda pateando la mesa y arremetiendo brutalmente contra todo y contra todos. El régimen tiene al menos 20 años anticipando una eventual pérdida de respaldo popular, y por ello ha ido tomando para sí el poder del Estado, de la sociedad, y del ciudadano: para permanecer en el poder aún en contra de la voluntad popular. En reconocimiento de esta realidad, la estrategia política de María Corina se fundamentó en utilizar la contienda electoral para evidenciar la carencia de respaldo popular del régimen. No porque imaginaba que el régimen aceptaría democráticamente los resultados, sino por todo lo contrario: porque sabía que al verse arrinconado patearía la mesa y se revelaría abiertamente ante al país y ante el mundo como una tiranía.
Como dice el gran Rubén Blades, ahora comienza la segunda del noveno. El régimen luce decidido a huir hacia delante. Todo indica que en los próximos días intentará seguir amedrentando a un país que lo rechaza para que se resigne a aceptarlo como régimen de facto, es decir, carente de legitimidad democrática y por ende una dictadura. Al gobierno electo y a la ciudadanía – después de los resultados electorales deberíamos dejar de llamarla oposición- les toca organizarse y resistir, procurando un quiebre en la estructura del régimen. A la comunidad internacional les tocará apoyar de manera decidida a estos últimos, presionar inteligentemente al régimen para que desista, y establecer canales diplomáticos que promuevan y faciliten una salida negociada.
En medio de una gigantesca incertidumbre, se asoman algunos caminos posibles. La estrategia de amedrentamiento podría triunfar, pero es muy riesgosa para el régimen. El alto mando militar pareciera estar comprometido con Maduro pero a ambos les podría salir el tiro por la culata si la estrategia conduce a una desobediencia en los cuadros medios e inferiores. En este sentido, cabe imaginar un momento en el que el cual el costo de seguir reprimiendo -en términos de elevar el riesgo de desobediencia- puede resultar demasiado alto y llevar a que una salida negociada pueda resultar atractiva. Naturalmente, mientras más atractiva sea esta salida negociada -garantías de inmunidad, recursos, etc.- mayor será la disposición del régimen a aceptarla. Sopesar los riesgos y compararlas con los beneficios no es un asunto fácil y las consecuencias de equivocarse pueden ser nefastas. Un mal cálculo del régimen podría desembocar incluso en la muerte (y cabe aquí recordar casos particularmente macabros como los de Nicolae Ceausescu, Saddam Hussein y Muammar Gaddafi) y un mal cálculo del gobierno electo a una continuación del régimen, tal y como ocurrió el 13 de abril de 2002.
Tras un cuarto de siglo de lucha por recuperar la democracia debería resultar más que evidente la importancia de mantener “la cabeza fría” y no dejarse arrastrar por la montaña rusa de emociones que tiende a acompañar y a afectar a estos procesos. Al gobierno electo, a la ciudadanía, y a la comunidad internacional, les conviene en particular partir de la premisa que lo que queda de lucha puede ser un proceso mucho más largo y complicado de lo que la euforia de hoy pudiese sugerir. En este sentido, puede ser útil recordar lo que dijo Winston Churchill luego de la primera gran victoria de los aliados en la guerra: “Este no es el fin. No es siquiera el inicio del fin. Pero es, quizás, el fin del inicio”.
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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