Después de lo visto durante estas últimas tres décadas en Venezuela, uno debería haber perdido ya la capacidad de asombro. Pero ningún horror deja de asombrar cuando se despliega en el plano de lo real.
No se trata de un relato lejano, ni de una ficción sin más, sino de una tragedia verídica que se despliega ante nuestros ojos sin parar, sin que cerrar el libro o apagar la pantalla sean opciones factibles para abandonar una historia que se nos ha hecho imposible de aceptar.
En la cruel trama que nos agobia, lo terrible, lo absurdo y lo ridículo se entremezclan sin cesar. Por eso, en un nuevo episodio de nuestra ya larga tragicomedia nacional, de los mismos autores de la ruta de la empanada, los gallineros verticales y las zonas de paz, ahora nos llega la Ley “Anti” Fascista.
La proyección es cada vez más ofensiva. En su título resuenan los grandilocuentes ecos de un pasado ajeno, por el que casi podemos imaginar a los soldados del Ejército Rojo avanzando valerosamente hacia Berlín, so pena de morir fusilados por sus propios camaradas.
La guerra contra el fascismo fue una gesta colosal que le permitió a Stalin aplastar a Hitler y a toda la oposición que enfrentaba dentro de la Unión Soviética, un resultado contundente que hasta el día de hoy le granjea infinita admiración por parte de Putin y otros como él. Aun así, y sin el más mínimo ánimo de menoscabar sus infinitos crímenes, cabría señalar que el dictador georgiano al menos tuvo la excusa de enfrentar una brutal invasión por parte del Tercer Reich.
La Venezuela de hoy, por el contrario, se muere de mengua por razones puramente endógenas. No abundan los invasores nazis, sino las penurias económicas, las familias separadas y el anhelo legítimo de convertir en elecciones limpias los simulacros que se vienen realizando desde hace años. Si alguien ha invadido el suelo venezolano, serán en todo caso los amigos de la revolución. Entre los venezolanos, en cambio, lo que priva es un deseo profundo de normalidad democrática.
No ha sido ésta una tierra fértil para el fascismo, exceptuando en todo caso aquellos momentos puntuales en los que el culto a Bolívar ha servido para justificar algunas insólitas barbaridades. Para no referirnos a las más recientes, nos limitaremos a recordar la admiración que Mussolini le profesaba al Libertador cuando el régimen militar venezolano de aquel entonces se la profesaba también al Duce, allá por los años 30 del siglo pasado.
Ahora bien, el reciente anuncio de esta Ley “Anti” Fascista estimula la curiosidad que para todo teórico político reviste un texto como ese. Aparece allí una peculiar definición del “fascismo” por la cual se lo identifica, entre otras cosas, con el “neoliberalismo” y el “conservadurismo moral”, lo cual, más allá de constituir una deformación total de los términos, implica además la criminalización de posiciones sociales y políticas absolutamente legítimas en todo país democrático.
En busca de alguna mínima precisión, pero evitando también una enojosa enumeración de autores, echemos tan solo un vistazo al famoso Diccionario de Política coordinado por Norberto Bobbio, Nicola Matteucci y Gianfranco Pasquino. Más de un politólogo sonreirá ante la familiaridad que le despierta este texto ya clásico, que para la voz “Fascismo” reserva la siguiente descripción:
“En general, por F. se entiende un sistema de dominación autoritaria caracterizado por: el monopolio de la representación política de parte de un partido único de masas organizado jerárquicamente; una ideología fundada en el culto al líder, sobre la exaltación de la colectividad nacional y el desprecio a los valores del individualismo liberal, sobre el ideal de la colaboración entre las clases sociales, en contraposición frontal al socialismo y al comunismo, en el ámbito de un ordenamiento de tipo corporativo; objetivos de expansión imperialista perseguidos en nombre de la lucha de las naciones pobres contra las potencias plutocráticas; de la movilización de masas y su encuadramiento en organizaciones que procuran una socialización política planificada y funcional para el régimen; la neutralización de las oposiciones mediante el uso terrorista de la violencia; un aparato de propaganda fundado en el control de las informaciones y los medios de comunicación de masas; un creciente dirigismo estatal en el ámbito de una economía que continúa siendo fundamentalmente privada; el intento de integrar en las estructuras de control del partido o del Estado, de acuerdo con una lógica totalitaria, el conjunto de las relaciones económicas, sociales, políticas y culturales” (1)
No se requiere el don de la telepatía para imaginarse lo que el lector ha de estar pensando tras leer el párrafo anterior. Pero más allá del evidente intento del legislador por pintar el mundo al revés, y tal como bien ha apuntado Jesús María Casal en un reciente artículo, lo más relevante en esta ley es el tipo de persecución política que se pretende justificar con ella, de modo totalmente arbitrario, bajo criterios en extremo ambiguos y con la finalidad de aplastar toda oposición efectiva.
Una ley de este tipo constituye un paso más, particularmente significativo, en la deriva totalitaria que protagoniza un régimen que dejó de ser democrático hace mucho tiempo, según lo muestran el más elemental sentido común y diversos índices de medición de la democracia. Esa deriva se revela, además, en las actitudes de personas que no están obligadas a apuntalar este sistema autocrático, ni a pronunciarse en términos que justifiquen sus desmanes, y sin embargo lo hacen. Porque una cosa es que alguien pretenda desatar una quema de brujas, y otra que además vengan unos espontáneos, con la leña en los brazos, a decir que las han visto por ahí volando en escoba.
Las tragedias que ha vivido el país en las últimas décadas son tan inconmensurables como gratuitas, dado que ningún hecho forzó indefectiblemente su consumación. La historia habría podido ser otra, más sana. Aun así, todavía estamos a tiempo de impedir males incluso mayores. La enorme mayoría del país clama por un cambio de rumbo. Los errores del pasado no pueden deshacerse, pero pueden evitarse los del futuro. Evitar nuevas tragedias es el primer paso hacia un cambio constructivo.
La traducción es del autor de este artículo. Aquí la versión original: “In generale, per F. si intende un sistema di dominazione autoritario caratterizzato: dal monopolio della rappresentanza politica da parte di un partido unico di massa gerarchicamente organizzato; da una ideologia fondata sul culto del capo, sull’esaltazione della collettività nazionale e sul disprezzo dei valori dell’individualismo liberale, sulll’ideale della collaborazzacione tra le classi, in contrapposizione frontale al socialismo e al comunismo, nell’ambito di un ordinamento di tipo corporativo; da obiettivi di espansione imperialistica perseguiti in nome della lotta delle nazioni povere contro le potenze plutocratiche; dalla mobilitazione delle masse e dal loro inquadramento in organizzazioni miranti ad una socializzazione politica pianificata funzionale al regime; dall’annientamento delle opposizioni attraverso l’uso della violenza terroristica; da un apparato di propaganda fondato sul controllo delle informazioni e dei mezzi di comunicazione di massa; da un accresciuto dirigismo statale nell’ambito di un’economia che rimane fondamentalmente privatistica; dal tentativo di integrare nelle strutture di controllo del partito o dello Stato secondo una logica totalitaria l’insieme de rapporti economici, sociali, politici e culturali”; en Bobbio, Norberto; Matteucci, Nicola; y Pasquino, Gianfranco (1990): Dizionario di politica, Milán: TEA (p. 366).
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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Esta es una traducción de El Tiempo Latino. Puedes leer el artículo original en Factcheck.org. Escrito…