Decía Robert Frost que “la poesía es eso que se pierde en la traducción”. Walter Benjamim llegó a iguales conclusiones. Aplica no solo para un soneto de Garcilaso, los cantos de Leopardi o las Elegías de Duino de Rilke. Basta una sola palabra. Verbigracia, “retorno” o “regreso” no son del todo equivalentes apropiados para el vocablo inglés comeback. Le quitan cierta épica. Quien tiene un comeback es aquel que ha sido derrotado o relegado y de pronto vuelve a triunfar. Se usa mucho en el mundo del espectáculo. Como cuando Muhammad Ali, a quien se le prohibió boxear por años debido a su rechazo a la Guerra de Vietnam, regresó al ring para obtener victorias legendarias contra rivales como George Foreman o Joe Frazier. También en el cine: Brendan Fraser y Demi Moore, luego de que sus carreras perdieran brillo, fueron aclamados por sus respectivos papeles en The Whale y The Substance.
Eso es un comeback. Hoy la prensa estadounidense emplea bastante el término, pero en política. Para describir el segundo y asombroso triunfo de Donald Trump en elecciones presidenciales. Piense lo que se piense sobre el exmandatario y futuro mandatario en términos morales, el suyo es uno de los comebacks políticos más impresionantes de la historia. Por otro lado, considerando su carácter temperamental y a menudo inconsistente, el planeta entero se encuentra, como a finales de 2016, en un estado de gran incertidumbre sobre las implicaciones de que un hombre de su naturaleza tome las riendas de la máxima potencia mundial.
Venezuela no es ajena a tal incógnita. Por eso, en una emisión pasada de esta columna un poco anterior a la realización de los comicios norteamericanos, advertí que cabía esperar cualquier cosa de un hipotético regreso de Trump a la Casa Blanca en materia de políticas hacia nuestro país. ¿Buscará Trump un entendimiento cordial con el chavismo que restaure las relaciones diplomáticas rotas y facilite así la deportación masiva de venezolanos que ingresaron sin autorización a Estados Unidos? Posible. ¿O preferirá insistir en la presión para que en Venezuela haya un cambio político, mediante sanciones a la industria petrolera que es la mayor fuente de ingresos para Miraflores y que el gobierno de Joe Biden alivió un poco esperando a cambio reformas democratizadoras que nunca se dieron? También factible.
Sin embargo, acontecimientos recientes movieron la aguja de probabilidades bastante a favor del segundo escenario. Trump, en persona, no ha vuelto a hablar de Venezuela para eliminar equívocos sobre sus intenciones. Pero sí ha hecho nombramientos, o mejor dicho nominaciones (más adelante explicaré la diferencia), que nos resultan muy elocuentes. Sin duda, la más conspicua es la de Marco Rubio para secretario de Estado. El senador cubanoestadounidense es la política miamense encarnada. No solo es un “halcón” en términos generales, sino además la némesis de los regímenes antidemocráticos de izquierda en Latinoamérica y un partidario empedernido de políticas con la finalidad de ponerles fin. Empezando por el de la isla de la que sus padres emigraron (aunque eso, al contrario de lo que a él le gusta insinuar, ocurrió antes de que Fidel Castro tomara el poder). Pero también sus aliados. De ahí que no haya ningún otro político estadounidense que se refiera a Venezuela con tanta frecuencia y vehemencia, siempre en tono de repudio al gobierno de Nicolás Maduro y de apoyo a sus adversarios.
¿Cómo puede traducirse eso en acciones concretas? Pues, en un artículo de opinión publicado en El Nuevo Herald de Miami en agosto de este año, Rubio cuestionó el otorgamiento de la Licencia No. 41 de la Oficina de Control de Activos Foráneos, vigente desde noviembre de 2022, que autoriza las operaciones de bombeo de la petrolera Chevron en Venezuela, de la mano de Pdvsa. El legislador señaló que no se produjo ningún cambio para bien en la política venezolana desde entonces y enmarcó la licencia dentro de una “absurda estrategia de apaciguamiento” del gobierno de Biden. El mes pasado, la licencia fue renovada hasta abril de 2025. Pero ya sabemos que a partir de enero en la política exterior de Washington tendrá peso inmenso un detractor convencido de la medida. Se debe tener en cuenta a la hora no solo de sopesar implicaciones políticas, sino además económicas. Si se le prohíbe a Chevron nuevamente extraer crudo venezolano, habrá una restricción adicional a la producción y exportación de petróleo, que su vez supondría más limitaciones al flujo de recursos para la élite gobernante pero también a la disponibilidad de divisas con la que el gobierno ha tratado de mantener reprimido el tipo de cambio y, con este, la inflación.
Si la nominación de Rubio no fuera suficiente, está además la del congresista Michael Waltz como asesor de Seguridad Nacional. El público venezolano recordará este puesto por haber sido aquel que ocupó John Bolton durante un lapso del primer gobierno de Trump que coincidió con la formación del “gobierno interino” de Juan Guaidó y un aumento del interés estadounidense en Venezuela. Waltz no es un nombre tan conocido para los venezolanos como el de Rubio, pero sus posturas sobre el tema también han sido claras. En agosto, fue parte de un grupo bipartidista de congresistas que sostuvo una conversación telefónica con María Corina Machado. Waltz exaltó entonces “la valentía” de la líder opositora e hizo un exhorto a los demócratas de todo el mundo para que “reconozcan el resultado real” de las elecciones venezolanas, a todas luces aludiendo al reclamo opositor sobre las mismas. Waltz fue además quien introdujo la llamada “Ley Bolívar”, que busca “poner fin a los contratos gubernamentales [estadounidenses] con empresas que trabajan con el gobierno venezolano”. El proyecto legislativo fue aprobado este mes por la Cámara de Representantes y de inmediato produjo condenas por parte de la elite gobernante venezolana.
Ahora bien, el Presidente de Estados Unidos solo puede nominar a los miembros de su gabinete. Corresponde al Senado confirmarlos. Por tratarse de figuras del establishment, es seguro que tanto Rubio como Waltz consigan sus confirmaciones. De manera que la integración de estos señores al ejecutivo norteamericano dentro de dos meses es fait accompli. Mucho menos segura luce la nominación de la excongresista Tulsi Gabbard para el puesto de directora nacional de Inteligencia, teniendo en cuenta su deferencia para con gobiernos enemistados con Estados Unidos. El caso más prominente es el de Vladimir Putin en Rusia, pero Gabbard también ha hecho guiños de simpatía al chavismo.
Incluso si Gabbard no pasa la prueba, habrá un ala de la coalición de Trump, incluyendo al círculo de mayor intimidad del presidente electo, que buscará inclinar la balanza de la política exterior norteamericana hacia el aislacionismo y la inhibición de tomar partido activista en los problemas de otros países. Es por eso que sigo viendo poco probable que Trump vaya más allá de la presión indirecta que asumió como política hacia Venezuela a partir de 2019. El próximo mandatario luce mucho más enfocado en cuestiones internas de su país, como la inmigración. Y dudo mucho que Venezuela figure entre las prioridades que sí son de política exterior. Contener el ascenso de China, poner fin a la guerra en Ucrania y apoyar a Israel en su conflicto directo con Hamas e indirecto con Irán (recuérdese la cercanía personal de Trump con el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu) estarán muy por encima en la lista.
Ni siquiera puedo descartar del todo, aunque ciertamente luce muy remoto ahora, el escenario del entendimiento entre Caracas y Washington. Después de todo, Trump es, repito, un político muy inconsistente. Si se decide a cumplir como sea su promesa de una deportación masiva, incluyendo a venezolanos, y para eso juzga que lo que más le conviene es tender puentes con Maduro, no podemos decir que no sucederá. Incluso si supone que Marco Rubio le tienda la mano a, digamos, Jorge Rodríguez o que el secretario de Estado renuncie en protesta por el acercamiento. Estamos en una era en la que lo que se pensaba impensable en política a veces se vuelve realidad.
En conclusión, parece que estamos encaminados hacia una restauración del orden de 2019 en materia de relaciones con Estados Unidos. Quizá la excepción sea el papel de Edmundo González Urrutia. La semana pasada, el gobierno estadounidense, mediante la cuenta de Twitter del secretario de Estado saliente, Antony Blinken, se refirió por primera vez a González Urrutia como “presidente electo”. Lo discutido en el presente artículo indica que el ejecutivo norteamericano venidero le dará igual trato. Pero sigo teniendo reservas sobre la disposición de Washington a respaldar una estructura igual o siquiera similar al “interinato” de Guaidó, habida cuenta del fracaso de la experiencia previa (además, ni siquiera está claro si la propia dirigencia opositora venezolana quiere irse por ese camino). Y si Estados Unidos no lo hace, nadie más lo hará. Hablando de esos otros, en el Viejo Continente también se avizora un regreso al estatus de hace seis años. Josep Borrell, alto representante para Asuntos Exteriores de la Unión Europea, acaba de anunciar que el bloque evalúa nuevas sanciones individuales, sin mostrar intenciones de ir más allá. Lo mismo pudiera decirse de los países latinoamericanos que han avalado el reclamo opositor sobre el 28 de julio: posturas como las de 2019. Colombia y Brasil han asumido una actitud crítica al respecto pero ahora dan señales de agotamiento y tal vez de descarte de futuras acciones. Ese es el contexto del comeback de Trump, y marca los límites de lo que podemos prever.
La entrada El “comeback” de Trump y la incógnita para Venezuela se publicó primero en La Gran Aldea.
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