Los horrores de la actualidad han obligado a mirar con ojos diversos el pasado reciente. De una interpretación negativa de los hechos de la democracia representativa, promovida por la «revolución» y utilizada como escalera hacia la cumbre, se ha llegado a análisis relativamente objetivos de la época anterior a la República Bolivariana. En general interpretaciones excesivamente entusiastas, provocadas por el contraste entre las penurias del día con hechos de antes que ahora parecen benévolos, pero capaces de ofrecer posibilidades de entendimiento más a menos apegadas a la realidad. No va descaminado quien piense que el infierno de ogaño ha conducido a la recreación del paraíso de antaño, pero tampoco se equivoca el que describe tiempos mejores cuando se detiene en la época que precedió al chavismo.
Es evidente que tal vergel no existió, porque hubiera resultado imposible desmantelarlo con facilidad como ha hecho la dictadura de nuestros días, pero cualquier analogía lo pone a ganar por goleada. Entre los asuntos que conducen a una comparación positiva se encuentra el tratamiento de las alternativas de ascenso social y de elevación intelectual ofrecidas como política de estado, un fenómeno jamás visto que se lleva a cabo a partir de 1958 para volverse constante y panorámico. La apertura de posibilidades de movilidad individual, anheladas en 1819 por el Discurso de Angostura, cuyo autor clamaba por rutas iguales de desenvolvimiento para el perspicaz y para el estúpido, o para artesanos y amantes de las letras sin considerar las credenciales de su cuna; y en los primeros documentos del octubrismo, publicados en 1945, cuando se anuncia que el petróleo no solo servirá para modernizar la administración pública, sino también como herramienta para abrir el sendero de las posibilidades individuales, es un anhelo que se convierte en realidad con el derrumbe de la dictadura de Pérez Jiménez.
Entre los miles y miles de ejemplos que avalan el fenómeno quiero detenerme en el caso de Edmundo González Urrutia, candidato presidencial de la unidad opositora y protagonista de relevancia en la actualidad que debe su figuración a la histórica expansión que he querido destacar.
Nacido en la provinciana ciudad de La Victoria, en el seno de una familia que vive sin ostentación, puede llevar a cabo la ruta exitosa que seguramente anhela desde la infancia debido a la plataforma que los gobiernos de la democracia representativa ofrecen a sus aspiraciones. Su padre es un comerciante de mediana fortuna, dedicado al cultivo y a la elaboración de la caña de azúcar en una parcela que hereda de su parentela materna. Es una parcela relativamente pequeña, dotada de un alambique que convierte el producto de la agricultura en aguardiente y en ron para continuar la orientación de muchos negocios de una zona dedicada desde el período colonial a este tipo de labores. Mientras el padre está en un ajetreo que apenas traspasa las confines lugareños, la madre atiende la casa y se desempeña como maestra de escuela. Nada que se salga de lo común en la comarca, ni que pronostique proyectos capaces de provocar lluvias de dinero.
«Estamos ante otra evidencia de la madurez adquirida por las rutinas republicanas que han logrado establecimiento en la Venezuela de la época, por los hábitos de la democracia que favorecen la formación de una juventud proveniente de la coherencia académica»
El estado ya ha dotado a La Victoria de dos centros educativos: el Grupo Escolar Rubén Darío y el Liceo José Félix Rivas. En el primero su mamá le da clases en sexto grado, como para que sintamos ahora cómo funciona sin aprietos en comunidades pequeñas el paso de lo doméstico a lo público, o la ruta entre las costumbres del hogar y la iniciación en las formalidades de la pedagogía. En el segundo instituto se forma con apego a métodos que el ministerio ha establecido a escala nacional, como todos los jóvenes de su generación a quienes se abren puertas para las obras que quieran realizar en el futuro, y que pueden apreciarse como parte de un plan de pretensiones genéricas que en el pasado no existía. El plan contempla el paso a la educación superior, desde luego, que en el caso de Edmundo consiste en mudarse a Caracas para estudiar Relaciones Internacionales en la UCV. Se traslada toda la familia, recién fallecido el padre, para cambiar emprendimientos del pasado por unos desafíos que se consideran manejables porque la nueva escena, en lugar de amenazante, es acogedora para una estirpe formada en un republicanismo cada vez más fortalecido, en una sensibilidad en cuyo seno se reproduce la confianza.
En la UCV se viven entonces las polémicas de la renovación académica y los enfrentamientos entre partidos y banderías por temas primordiales de la política nacional e internacional, pero se trata de situaciones que el muchacho victoriano puede capear sin participar de lleno, ni militar en las organizaciones beligerantes. Se mete en las lecturas del llamado humanismo cristiano, pero no pasa de una participación mínima en los debates habituales. Prefiere dedicarse a los estudios, hasta obtener la licenciatura con calificaciones que lo muestran como un alumno muy destacado. Estamos ante otra evidencia de la madurez adquirida por las rutinas republicanas que han logrado establecimiento en la Venezuela de la época, por los hábitos de la democracia que favorecen la formación de una juventud proveniente de la coherencia académica y preparada con creces para el ejercicio de funciones públicas. Una democracia hecha y derecha, un republicanismo macizo, el civismo cada vez más ostensible de aquellos días, aunque también las prevenciones que generan, dotan a Edmundo de elementos fundamentales para ser parte de un elenco de hombres públicos en cuya actividad se puede sostener la solidez de uno de los proyectos más celebrados de América Latina en materia de convivencia.
¿Pasaron cosas como estas, o lejanamente parecidas, en el período de formación del estado nacional, o en la primera mitad de nuestro siglo XX, o más tarde, después del establecimiento de la «revolución» chavista? Todos sabemos la respuesta, por desdicha, pero también estamos en capacidad de adelantar que, en el caso de Edmundo que venimos abocetando, se inicia una carrera en el servicio diplomático que le hará honor a lo que había hecho la democracia por sus criaturas.
Como Embajador de Venezuela en Argelia y Argentina llevó a cabo un trabajo encomiable, y se pondera la sobriedad de sus funciones en la Cancillería como Director de Análisis y Planificación y como Director General de Política Internacional. Yo, como lector y como oyente, recuerdo su notable biografía del historiador Parra Pérez, su ensayo sobre los grupos de interés y el sistema político norteamericano y un par de lúcidas conferencias sobre situaciones latinoamericanas. Pero no se trata ahora de ventilar cabalmente un currículo digno de atención, sino solo de relacionar los designios de nuestro republicanismo con una figura susceptible de corresponder sin mezquindad y sin alboroto a todo lo que le entregó su fuente nutricia.
En Venezuela hay diversas historias personales como la que se ha descrito ahora en forma somera, muchos nos podemos sentir reflejados en los matices del mismo espejo, pero la de Edmundo destaca en un punto crucial: no solo es hijo legítimo de una democracia ya desaparecida, sino también el abanderado de su resurrección.
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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