En el recinto penitenciario de El Paso donde van a parar la mayoría de quienes cruzan la frontera de manera ilegal hacia Estados Unidos conviven cerca de 900 personas, 30% de origen venezolana
Esta crónica forma parte de la serie El incierto camino al sueño americano, una mirada en blanco y negro, que trata sobre migrantes venezolanos y procesos migratorios en Estados Unidos. Es el resultado de un trabajo periodístico realizado en Texas, Washington y Florida en mayo de 2024 por Runrun.es, TalCual y El Pitazo, medios venezolanos que integran la Alianza Rebelde Investiga (ARI).
«La prisión es una tremenda educación en la paciencia y perseverancia»
Nelson Mandela
Fotos: María de los Ángeles Graterol
«No pueden hacer fotos, ni grabar videos, ni hacer audios, solo tomar apuntes si lo desean», advierte el encargado de mostrar las instalaciones del Centro de Procesamiento y Detención de Operaciones de Ejecución y Deportación (ICE ERO por sus siglas en inglés) en el sector Hq de la avenida Montana en la ciudad fronteriza de El Paso en Estados Unidos.
Hace calor como de costumbre en la urbe del estado de Texas. Es una mañana soleada y los oficiales de custodia del recinto penitenciario que alberga a una población de 840 detenidos, de los cuales se calcula que 250 son venezolanos, se preparan para la cotidianidad.
A la prisión de El Paso son remitidos «todos aquellos que representan una amenaza para la seguridad nacional estadounidense, son una amenaza para la seguridad pública o quienes de otra manera socavan la integridad del sistema migratorio», de acuerdo a lo que se desprende la página del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE por sus siglas en inglés).
«Se podría decir que es una cárcel de mínima seguridad», dijo el director adjunto Jesús Ramos, mientras los guardias revisaban bolsillos y carteras a los visitantes. Recomiendan dejar sus pertenencias en los carros mientras hacen el recorrido.
A punto de ingresar, la gente siente como si estuviese en el control de un aeropuerto, brazos extendidos, leve cateo y el paso por un escáner. Toda prenda metal está vetada, hasta unos audífonos que un incauto dejó olvidados en un compartimiento de su pantalón son decomisados. No es Alcatraz, pero sigue siendo un centro de reclusión y los controles de seguridad son estrictos.
Para entrar como visitante es perentorio dejar una identificación y a cambio un oficial detrás de una ventanilla entrega un carnet con un número.
Al acceder al recinto el paso es ordenado, nadie debe abandonar el grupo comandado por un guía que afanosamente explica con detalle cada espacio del centro inaugurado en 1966 y que este año contará con una ampliación para 216 personas, según informó a los medios locales su directora, Mary De Anda-Ibarra.
La parada inicial es el área de cuidados médicos, de acuerdo con el guía hay nueve camas disponibles. En una de ellas una mujer duerme mientras el líquido de un suero corre por sus venas. «El primer síntoma con el que llegan aquí las personas es la deshidratación, porque vienen de atravesar el desierto por días y tal vez semanas», sostuvo el guía.
Durante los primeros 10 días al recluso se le hace una evaluación médica y si surge alguna complicación se remite a un centro asistencial del condado. En el recinto hay servicio de odontología y una farmacia.
Entre la enfermería y el comedor, el guía muestra uno de los cuartos donde pernoctan los detenidos, un gran vidrio permite ver hacia el interior. Hay un colchón en el piso, una letrina y un inmenso espejo pegado al costado de una pared. Un recluso dentro de la celda levanta la mirada y la vuelve a bajar como si estuviese exudando el hastío de ser exhibido a diario.
En el comedor es hora del almuerzo, está repleto de mujeres de distintas edades, aunque prevalecen las jóvenes. Las personas, con rasgos latinoamericanos, hacen hasta tres filas para asirse de una bandeja con comida, otras sentadas en las mesas y bancos de metal fijados al piso ingieren sus alimentos con mirada indiferente. Sus caras reflejan la resignación de estar encerradas y el tedio que genera la rutina de una prisión.
«Como se habrán podido dar cuenta, hombres y mujeres están separados», sostuvo el guía. «Esta es la hora del lunch (almuerzo) de las mujeres», agregó.
El comedor es una especie de arcoíris, bragas naranjas en su mayoría, se mezclan con azules, rojas y amarillas.
Con las naranjas se identifican a quienes violaron las leyes migratorias, regularmente las personas que cruzaron la frontera de manera ilegal. Las rojas son para aquellos que poseen algún antecedente penal o han alterado el orden dentro del centro de procesamiento, las azules son propiedad de quienes han cometido una falta leve y las amarillas son detenidos que laboran dentro del recinto.
El comedor consta de cinco menús. Los nutricionistas que elaboran la comida respetan el régimen de cada quien y atienden requerimientos individuales. Hay vegetarianos, diabéticos, hipertensos o simplemente aquellos que por su religión no pueden ingerir ciertos alimentos.
Saliendo del comedor hay múltiples canchas deportivas. A los detenidos se les concede un tiempo de esparcimiento para hacer ejercicios y tomar sol. Un hombre con braga naranja rebota una pelota de baloncesto y apunta hacia la canasta, se detiene por un momento mientras pasa el tour guiado, segundos después dispara y encesta, pareciera que ha tenido tiempo de sobra en la cárcel para practicar sus tiros.
Los detenidos tienen acceso a una amplia biblioteca donde hay unas diez computadoras. Las máquinas no cuentan con servicio de internet para ellos, pero pueden revisar el estatus legal de sus casos y trabajar en ellos.
En el espacio hay cabinas de teléfonos donde pueden hablar por facetime con sus familiares. También pueden usar líneas de teléfonos convencionales. «Las llamadas a sus respectivos Consulados no poseen costo alguno. Disponen de una línea para comunicarse con sus abogados. Tienen 13 llamadas gratis de 10 minutos al mes, igualmente pueden comprar una tarjeta prepagada y recargable aquí mismo», expone el guía.
A quienes no hablan inglés se les ofrece un servicio de traducción.
Las reglas del penal estipulan el derecho a dos visitas a la semana de 5:00 de la tarde a 9:00 de la noche por un máximo de 30 minutos. El visitante debe tener un documento de identidad emitido por el gobierno federal.
Tocarse no está permitido, a menos que haya una petición expresa y esta sea autorizada por las autoridades del recinto. Ese abrazo al que está acostumbrado el venezolano, ese beso en la mejilla también está privado de libertad.
Como en toda prisión hay celdas de confinamiento, en El Paso existen ocho y la pena máxima es de 55 días. A quien infrinja las normas le espera la soledad en un espacio reducido.
También hay una capilla para los que quieran rezar, todas las religiones se respetan y aceptan.
El guía anuncia que el recorrido llegó a su final y hay que pasar recogiendo la identificación a cambio del carnet con el número.
Una vez que se sale no hay ganas de volver a ver la entrañas de un sitio donde el encierro y la incertidumbre es la norma. Ya habrá chance de comprar otros audífonos o simplemente escuchar los sonidos de una ciudad que se ha convertido en la primera parada de millones de migrantes.
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