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Decisiones que Transforman: La Historia de un Hijo de la Revolución y su Viaje a la Escuela Naval

Existen decisiones que marcan una vida, aunque en el momento parezcan simplemente una bifurcación entre caminos similares. Recuerdo con claridad el día que elegí el mío: no por lo grandioso que era, sino por el vértigo que sentí al dar ese paso. Porque detrás de esa decisión no solo estaba la elección de una carrera o un uniforme, sino la necesidad —urgente, callada, instintiva— de encontrar un lugar propio en el mundo.

Me llamo José y esta es la historia del día en que dejé de ser solo un hijo, un alumno, un adolescente cualquiera de clase media, para convertirme en algo que aún no sabía nombrar. No fue un rito heroico, aunque así lo contaran algunos. Fue más bien una despedida lenta, densa, una separación íntima que no terminaba de manifestarse en palabras, pero que lo cambiaba todo. La tarde que me despedí de mi madre, de mi padre, de mi novia, sentí que no solo dejaba atrás a mi familia: dejaba atrás una forma de entenderme, de vivir.

En ese momento tenía diecisiete años y el corazón dividido entre lo que me ofrecían y lo que deseaba. Mi padrino, teniente coronel del Ejército, era la encarnación de una tradición militar sólida, verde oliva y reglamentaria. Pero yo, desde niño, soñaba con el blanco de los uniformes navales, con el vaivén del mar, con el horizonte inabarcable desde la proa del Simón Bolívar. No era una idea romántica —o no solo—; era una certeza visceral: mi vida tendría sentido si podía moverme con el mar como telón de fondo, con la libertad que él representaba, incluso en medio de una estructura rígida y jerárquica.

No fue una elección fácil. En mi casa nadie entendía del todo por qué me inclinaba por lo naval, cuando lo terrenal del Ejército parecía más próximo, más accesible. Pero hay vocaciones que no se razonan, solo se escuchan. Y yo escuché esa voz silenciosa, testaruda, que me impulsaba hacia la Escuela Naval, aun cuando todo a mi alrededor parecía empujarme hacia otro destino.

Ingresar al mundo militar no fue lo que esperaba. Me convertí en un muchacho que aprendía, a tropezones, lo que significaban el desapego, la obediencia, la soledad. Descubrí el poder de las ausencias, el peso de los silencios, la extrañeza de habitar un cuerpo que empezaba a endurecerse, no solo por los ejercicios, sino por las renuncias. Lo que se forja en esos pasillos no siempre es un oficial. A veces, simplemente, es un hombre que empieza a conocerse.

Escribo esta historia no para glorificar ese tiempo, ni para juzgarlo. La escribo porque sé que, en algún lugar, hay otros jóvenes que también están por tomar decisiones definitivas sin saberlo. Jóvenes que sienten que algo los llama más allá de lo que conocen, y que temen dar ese paso. A ellos les digo: el miedo no es un obstáculo, es parte del viaje. La identidad no se construye con certezas, sino con las preguntas que uno se atreve a hacer.

Este libro es para esos compañeros de las Fuerzas Armadas que estén ahí. Perdí todo tipo de comunicación con ellos, pero los tengo presentes. Con ellos conocí el valor de la amistad de una manera distinta: no como una afinidad de gustos o momentos, sino como un pacto silencioso que se sella bajo presión. Compartimos no solo los sueños, sino los medos; no solo los anhelos de futuro, sino las dudas más crudas del presente. En ese entorno donde se aprendía a no mostrar debilidad, ellos me enseñaron que el coraje también se comparte.

Ellos siguen presentes. Mantienen viva la institución, sosteniéndola con el cuerpo, con la vocación, incluso mientras el país se deshace en las manos de muchos. Están allí, en cada guardia, en cada formación, esperando. Esperando que pase lo que tenga que pasar. Que este país, el mismo que caminamos juntos en aquellos años formativos, se parezca alguna vez a lo que soñamos en los pasillos, en las mañanas frías, en las charlas robadas antes del silencio obligatorio.

Escribo esta historia como quien deja una carta en una botella. Tal ves alguno de ellos la lea. Tal vez no. Pero las palabras quedan, como quedaron los pasos, las risas, los desafíos. Como quedó, al final de todo, la certeza de que haber sido parte de aquello —aunque fuera por un tiempo— también es una forma de pertenecer para siempre.

Este libro es una memoria, pero también un testimonio. No del valor, sino de la duda. No del triunfo, sino del proceso. Es la historia de cómo decidí enfrentar mi propia revolución: silenciosa, íntima, irrepetible.

Y como toda revolución, empezó con una despedida.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.

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