Sabemos que la historia no se repite, y que las analogías entre fenómenos sucedidos en épocas distintas no son aconsejables. Terminan por uniformar lo que es heterogéneo y, en consecuencia, en una tergiversación que oculta o manipula datos, en lugar de descubrirlos en su redondez. Con esta prevención se intenta ahora un emparejamiento entre el chavismo y el gomecismo, que ustedes seguramente leerán con la debida cautela.
Como sobre el chavismo han abundado las definiciones, la comparación pretende ver el sentido que puedan tener. Quizá por eso tenga fundamento el intento que ahora comienza. ¿Populismo autoritario, autocracia disfrazada de patriotismo, opresión presentada como revolución, dominación inédita, izquierda de cuartel con sustento popular, un carisma personal imbatible? Tal vez una mirada hacia el pavoroso gomecismo aclare una parte del panorama.
Un primer rasgo que sugiere una sinonimia entre los dos hechos históricos se encuentra en la debilidad de sus contrincantes, en cómo fue sencillo en ambos casos sacarlos del juego. Gómez lidió con uno caudillos decimonónicos que se habían desgastado en el transcurso de las guerras civiles, o que el paso de los años conducía con prontitud al cementerio. Chávez y sus acólitos contaron con una facilidad parecida. Los partidos poderosos de la democracia no eran ni la sombra de lo que fueron, alejados del pueblo y cada vez menos acertados en sus diagnósticos de la realidad. Apagado el caudillaje a principios del siglo y apocados los políticos después de media centuria de administración, fueron escaleras seguras para el ascenso de sus reemplazantes. Estamos ante dos sociedades sin cabeza, o que la han perdido con el paso de los años, vacío que ofrece la primera pata a una supuesta mesa de reflexión que pretende explicar dos ascensos fulgurantes.
La llegada a la cúspide estuvo precedida por el crecimiento de la luminiscente estrella personal de sus líderes, puede afirmarse de seguidas en nuestro amago de parejería. Buena posibilidad de hacer que el espejo funcione, pero si se le da la vuelta a su luna, es decir, si consideramos cómo en los dos procesos se trató de una exageración exacerbada. Gómez fue un campuruso sin luces y Chávez un paracaidista de medianía, a quienes sus justificadores y publicistas vistieron de gala y colmaron de genio para que no los vieran como sirvientes de nulidades, como plumarios de unos chafarotes comunes y corrientes. Parece que por aquí se pisa el área más firme en el jabón de las equiparaciones.
Un terreno que parece menos resbaladizo si se mira hacia la parcela de la economía, debido a que los dos contaron con buenos tiempos petroleros. El primero para robarle a la sociedad la oportunidad de labrar un sendero real de fábrica y de enaltecimiento colectivo; el segundo, para obstruir una pista que parecía adecuada para un fulgurante nuevo despegue, hasta el punto de convertirla en insuperable valladar. Y, ya que se ha usado ahora el verbo robar, para hermanarse los dos en una faena de depredación del erario que parecía insuperable en las primeras tres décadas del siglo, pero que se volvió faena de rutina y excelencia de campeonato cuando concluía un almanaque viejo para estrenarnos en el juvenil XXI. El patrocinador de las corruptelas en el comienzo de la historia contemporánea y su aventajado discípulo cuando nadie sabe cómo se moverá en adelante la vida, se hacen entonces cada vez más gemelos en la fantasía de los símiles.
Una fantasía que encuentra mayor apoyo cuando esos símiles se introducen en la oscurana de la crueldad, hasta el punto de sentir que no es movida por la imaginación. Gómez y Chávez son los campeones de los regímenes más inhumanos de la vida venezolana, los mayores promotores del tormento corporal y del ultraje psíquico, los fundadores de un sistema de opresión capaz de dejar huellas profundas en la sensibilidad de los gobernados. Cuando se salta de las páginas de Pocaterra que describen las penalidades de La Rotunda a las imágenes actuales de las redes sociales sobre persecución atroz de líderes democráticos, alejadas de los sentimientos de humanidad y de la legislación propia de las repúblicas democráticas, la superficie movediza de las comparaciones se vuelve macadam, cemento del más sólido.
Al tema le falta el crucial aspecto militar, la necesidad de encontrar similitudes entre cuarteles de antaño y ogaño, entre charreteras rehabilitadoras y preseas «bolivarianas». Sin embargo, si antes nadie se metió con las huestes de Vicentico que heredaría el sensato general Eleazar, no voy yo a intentarlo con los subalternos del general Vladimir que no han cambiado de jefatura en lo que ya parece medio siglo. Hasta aquí la travesía, por consiguiente.
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