Los estudiosos de las transiciones políticas sostienen que estos procesos suceden, bien por reforma, o bien por ruptura (algunos hablan también de transiciones por “ruptforma”, una modalidad intermedia o combinada entre las dos anteriores). La diferencia entre ambas, como veremos, a menudo tiene que ver con el grado de acierto del autócrata al calcular la mengua de su poder.
La vía de la reforma tiende a prevalecer cuando las élites autocráticas perciben que las bases de su poder han comenzado a resquebrajarse de forma irreversible, o cuando asumen que el cambio es inevitable. Ante el progresivo empeoramiento de su posición negociadora, inician conversaciones con las élites rivales para concertar una cesión ordenada del control del Estado.
Cuando estas negociaciones se orientan hacia la democratización, los grupos que abandonan el control del Estado establecen condiciones justas y razonables para que su proyecto político pueda seguir siendo una opción en el marco de un régimen constitucional y democrático —siempre y cuando tengan un proyecto político que quieran y puedan reciclar para la democracia.
Cuando las autocracias emprenden reformas que permiten el tránsito hacia la democracia con frecuencia surgen esos personajes a los que se denomina “héroes de la retirada”. Se trata de líderes políticos que, a pesar de estar involucrados dentro de un régimen autocrático, demuestran tener la humanidad y el buen tino necesarios para contribuir activamente en un cambio democratizador.
Usualmente no es una cuestión de heroísmo, sino más bien de pragmatismo. Quienes sostienen la autocracia logran percibir a tiempo que las bases de su poder se han resquebrajado sin remedio; que su régimen se ha hecho inviable y el descontento popular es enorme; que sus órdenes ya no serán obedecidas en medio de una coyuntura crítica; y que por ende lo mejor es participar en la gestación de un nuevo régimen político del cual ellos puedan seguir participando.
La vía de la ruptura, en cambio, se caracteriza por el súbito desplome del régimen autocrático. También suele producirse cuando los cimientos de su poder se deterioran irreversiblemente. En estos casos, las élites autocráticas se aferran hasta el último momento al control del Estado —por las buenas o por las malas—, fracasando finalmente en dicho propósito.
Rupturas de este tipo suelen venir precedidas por un fatídico error de cálculo de parte de las élites autocráticas. A veces están tan aisladas de la realidad que, por extraño que parezca, no logran entender las dimensiones de lo que sucede a su alrededor; tales son los efectos cegadores del poder. A veces, en cambio, lo entienden, pero sobreestiman su capacidad para sostenerse por medio de la violencia, o se paralizan ante la perspectiva de un trágico final.
Tanto en las transiciones por vía de reforma como en aquellas que se producen por ruptura, los factores que suelen arrastrar al régimen hacia su fase terminal suelen derivar de crisis económicas no resueltas, conflictos armados mal manejados o divisiones internas. Sea cual sea el caso, siempre habrá oportunidad para una salida negociada, si existe la clarividencia para reconocer a tiempo la mengua del propio poder y la disposición para abrir una vía de acción concertada.
Durante medio siglo XX, la Unión Soviética era una de las dos grandes superpotencias del planeta. A sus ya de por sí colosales territorios añadía el control directo de todos los países comprendidos dentro del Pacto de Varsovia. Disponía, sobre todo, de una ideología única como el comunismo, capaz de generar un enorme optimismo de cara al futuro y a través de la cual ejercía una significativa influencia global.
A finales de los años 80, sin embargo, ese optimismo había desaparecido. Los milagros que ofrecía la fe comunista brillaban cada vez más por su ausencia —sobre todo para quienes estaban obligados a vivir bajo regímenes comunistas. Países grises, tristes y autoritarios, reñidos con la pluralidad natural de los seres humanos y aislados de los adelantos tecnológicos que proliferaban en Occidente, experimentaban ya el agotamiento característico de las sociedades privadas de libertad.
Cuando Mijail Gorbachov decidió abrir alguna ventana en aquel lúgubre caserón soviético para que entrara algo de aire fresco (glasnost y perestroika significan respectivamente “transparencia” y “restructuración”), la estructura comenzó a desmoronarse.
Gorbachov intentó renovar un sistema cada vez más agotado, pero lo cierto es que éste era difícilmente recuperable. A fin de cuentas, el comunismo no puede sobrevivir sin imponerse contra la voluntad de la gente. No se puede ir eternamente contra la voluntad de la gente.
De repente, ante una verdad evidente para —casi— todos, y frente a unas fuerzas de seguridad cada vez más reacias a reprimir a quienes con razón demandaban algo de aire fresco, las protestas a favor de un cambio proliferaron por doquier. Se extendieron a los países del Pacto de Varsovia, donde anteriormente habían sido aplastadas de modo inmisericorde (Budapest 1956; Praga 1968; Danzig 1980), incluso, mediante la invasión del Ejército Rojo.
No sólo Gorbachov en Moscú, sino también las cabezas de los partidos comunistas en Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Alemania Oriental y otros países decidieron que lo mejor era transar con los partidarios del cambio indetenible. En varios de estos países, el talante liberal que caracterizó a sus sociedades durante el pasado pre-comunista seguía ejerciendo un peso cultural determinante.
Los líderes de aquellos vetustos aparatos comunistas iniciaron entonces complejas conversaciones con los líderes de las protestas. Evitaron así que la sangre volviera a correr como en ocasiones anteriores. Lograron concertar procesos de cambio pacífico y democratizador. Negociaron su nuevo status y en ocasiones participaron de la construcción del nuevo orden político.
Gracias al afinado olfato político de estos viejos zorros soviéticos, y a su prudente apertura de compuertas, las masas estallaron de felicidad y no de rabia. Sobre todo en Berlín, donde la opresión había adquirido la forma de un oprobioso muro que separó durante décadas a numerosas familias alemanas, los abrazos se convirtieron en el símbolo de estas transiciones.
Hubo una excepción: la Rumania de Nicolae Ceaușescu y su esposa Elena.
Calcularon que las fuerzas de seguridad que con puño de hierro los habían mantenido en el poder desde 1965 los protegerían incondicionalmente de esos manifestantes que gritaban “¡Libertad, abajo el comunismo!”. Durante unos días, el balance de una terrible represión pareció darles la razón, pero a la postre se equivocaron. El ejército se les volteó. Y su error de cálculo les costó la vida.
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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