Quizás sea bueno recordar –siempre hay gente olvidadiza– que hasta el período inmediatamente anterior al oscurantismo que comenzó en 1999 el ejercicio del periodismo transcurrió en Venezuela durante cuatro décadas en un ambiente propicio: de cambios, de rupturas, de búsqueda; exigente, turbulento, conflictivo; de apertura, de debates, de presiones; polémico, competitivo, plural; de responsabilidades, de oportunidades, de riesgos. En suma, en un clima cargado de noticias, nada calichoso, en un terreno fértil donde el reporterismo verdadero sudaba con gusto y cosechaba.
Se venía de muchos años de brega y de una etapa de resistencia ejemplar. Y la libertad alcanzada permitió al oficio fogueado en la lucha colocarse en primera línea al momento de servir de vocero de las expectativas ciudadanas y de forcejear con los factores de poder en un escenario político distinto, desconocido, movedizo: democrático.
Tuvo altas y bajas, por supuesto. Pero se convirtió en una columna vital para apuntalar el consenso que se necesitaba para fortalecer el modelo participativo que comenzaba a erigirse. El pluralismo y la defensa de los valores democráticos pasaron a ser ítems esenciales en los manuales de conducta. Florecieron medios de variadas tendencias y estilos: conservadores, liberales, de derecha, de izquierda, de deporte, de economía, sensacionalistas, culturales…
Géneros como el reportaje, la crónica y la entrevista fueron rescatados y los temas comenzaron a ser tratados en profundidad, sin la amenaza explícita de la censura, y presentados de manera atractiva. El gusto y la capacidad de discernimiento de la sociedad fueron pulidas por la diversidad, por la cantidad de opciones; se crearon costumbres que se arraigaron, que se hicieron cotidianas y quedaron regadas sin que se percibiera, como ahora, que formaban parte esencial de la vida democrática.
A partir de 1999, el paisaje periodístico comenzó a cambiar de manera dramática. Es indiscutible que con el avance de la tecnología y el empuje de los medios digitales la sustitución de hábitos resultaba inevitable, como ocurrió en todo el mundo. Pero dejar la costumbre de comprar todos los días uno, dos y hasta tres diarios no fue algo natural, como tampoco fue agradable ver la desaparición paulatina de los quioscos abarrotados de periódicos, revistas, suplementos y hasta libros que se encontraban en cada calle, en cada esquina.
Visto lo visto, no era poca cosa contar con una oferta constituida por matutinos y vespertinos, estándar o tabloides, voluminosos y variados, de circulación nacional casi todos los de la capital. Tampoco lo era la existencia de numerosas emisoras de radio de los más variados estilos, y que la mayoría incluía como plato fuerte en sus programaciones noticieros y espacios de entrevista y de opinión.
Algunas contaban con equipos de prensa, salas de redacción en sus sedes, redactores, reporteros y narradores de noticias de planta, y difundían primero que nadie los acontecimientos de última hora. Todos los canales de televisión, por su parte, transmitían noticieros en sus horarios estelares, y el manejo de la noticia como espectáculo no afectaba la rigurosidad del tratamiento informativo.
Fue mucho lo que se perdió en poco tiempo. La existencia de periódicos grandes, gordos, con varios cuerpos, eran apenas una muestra de la oferta completa con la que se contaba. Más páginas, más espacio, significaban: más diversidad, más variedad, más áreas de cobertura, más secciones, más columnas, más opinión, más géneros, más cabida a las nuevas tecnologías; más pluralidad, más crítica, más denuncia, más atención a la contraloría social, más dedicación a la búsqueda y comprobación de las noticias, más accesibilidad, más tolerancia, más variedad, más amenidad; y más personal.
En ese entonces resultaba inaudita la restricción del acceso a las fuentes a algún periodista o medio. Todos los funcionarios y organismos, públicos o privados, estaban abiertos para toda la prensa. Y todos los medios, públicos o privados, daban cabida a voceros y fuentes de todos los sectores. Eran otros tiempos, pero no tan lejanos.
Momentos gratos, de celebración en conjunto, se vivían en los días como hoy. El 27 de junio era una fecha de encuentro. Se tenía en cuenta que fue señalada como Día del Periodista para conmemorar la circulación en 1818 del primer número del Correo del Orinoco, creado nada menos que por orden del Libertador Simón Bolívar, para quien era vital abrir medios para darle vuelo al periodismo libertario.
Los premios y las condecoraciones se otorgaban en reconocimiento a la labor realizada durante el año, a los méritos, a la trayectoria, sin que fuera determinante la posición ideológica ni la simpatía política del periodista ni tampoco el carácter del medio en el que trabajaba. En esos días eran celebrados por igual los galardones concedidos, por ejemplo, a Sofía Imber (maltratada luego por el chavismo) y a Eleazar Díaz Rangel (enaltecido luego por el chavismo).
El jolgorio contaminaba el Salón Ayacucho de Miraflores. Los presidentes no quedaban ajenos a la guachafita que promovían los fotógrafos. Y se sucedían intercambios memorables, como el diálogo entre Carlos Andrés Pérez y Zapata, rigurosamente crítico con su gobierno, la vez que el mandatario lo condecoró:
–Quien iba a pensar, Pedro León, que yo lo iba a condecorar –le dijo CAP con su imperecedero acento andino.
–No se preocupe, presidente, el desprestigio es mutuo –le respondió Zapata, con toda la solemnidad de la que era capaz.
Unos años después, cuando los premios y las condecoraciones comenzaban a ser un privilegio casi exclusivo de los periodistas vinculados al oficialismo, al mismo Zapata le correspondió poner en evidencia que la tolerancia no era precisamente la seña que identificaba al militar mandante en Miraflores.
Agudo y crítico como siempre –lo fue con todos los gobiernos–, el humorista venía alertando con sus caricaturas en El Nacional sobre la imposición del militarismo. El dibujo de un sable con la frase: “A mí la sociedad me gusta firme y a discreción”, sacó de quicio a Chávez:
–¿Quién te paga, Zapata? –lo increpó autoritario, sin argumentos, desde su programa Aló, Presidente, protegido, como siempre, por las cámaras de televisión. Al humorista venezolano le bastó otra frase para dejar en claro el talante y la impostura del comandante devenido en revolucionario:
–¿Zapata, por qué Chávez no tolera sus caricaturas? –le preguntó un periodista.
–Porque es un reaccionario –dijo, sin más, y lo retrató.
El autócrata había mostrado los dientes el 4 de febrero de 1992. A partir de ese momento, sin embargo, se le comenzaron a abrir espacios mediáticos con los cuales seguramente no contó ni en sus más extravagantes delirios.
En los años de la democracia la mayoría de la prensa escrita, la radio y la televisión en manos privadas se había consolidado. Los propietarios de los medios establecieron intereses económicos, empresariales y políticos. En unos casos, amarraron alianzas partidistas coyunturales y mantuvieron vínculos estratégicos que les dieron participación parlamentaria y hasta cuotas en despachos gubernamentales. En otros, los compromisos de grupos, bloques y cadenas (formados por periódicos, revistas, editoriales, librerías, empresas afines, etc.) con agentes de la economía fueron vitales para garantizar la estabilidad de los negocios. Algunos, además, gozaron de influencia en el ámbito cultural. Eran, obviamente, factores que influían en el diseño de agendas comunicacionales, en la elaboración de pautas, en la fijación de líneas editoriales, aunque las prioridades informativas contaban con defensores.
El gremio se mantenía alerta. En las redacciones, pobladas de jefes, coordinadores, reporteros, fotógrafos, diseñadores, caricaturistas, etc., comprometidos con la defensa de los criterios noticiosos, se constituían firmes contrapesos, sostenidos además por el apoyo del Colegio Nacional de Periodistas (CNP) y del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Prensa (SNTP). La lucha por la libertad de expresión no se descuidaba. La solicitud de mejoras profesionales, condiciones adecuadas de trabajo, mantenimiento de instalaciones, uso correcto de tecnologías, acompañaban los reclamos de aumentos salariales, de estabilidad laboral, de amplitud informativa. En ocasiones, las diferencias eran notorias y las discusiones de los contratos se tornaban traumáticas. Pero hasta ahí. Las amenazas y las detenciones de periodistas por informar no figuraban entre las urgencias.
Sin embargo, la intentona golpista puso de relieve que el extravío democrático atraía a muchos. En los años previos, el despilfarro, la corrupción, los privilegios, el deterioro de la calidad de vida debido a la caída de los precios del petróleo y otros males, fueron señalados como fallas intrínsecas del sistema y no como debilidades susceptibles de ser corregidas.
El gran tumulto mostró al país descarnadamente. El resentimiento sirvió de brasa. El cuestionamiento de las instituciones no se hizo esperar. El prestigio de partidos y dirigentes comenzó a resquebrajarse. Los adalides del revanchismo se frotaron las manos. Los conflictos sociales afloraron. El espíritu democrático no se había asentado, estaba en la superficie, alerta para ahuyentarse con los primeros cantos de sirena, que encontraron ecos en la prensa. Los medios fueron claves para destituir al presidente legítimamente electo (CAP) y para socavar lo poco que le quedaba de credibilidad al sistema nacido el 23 de enero de 1958.
EL ALUVIÓN INFORMATIVO
Chávez ganó las elecciones el 6 de diciembre de 1998 con la complacencia e incluso el apoyo de muchos medios. La miopía, el encandilamiento y la ambición obnubilaron a propietarios y periodistas. Han pasado 25 años. Tal vez no tantos para un ciclo histórico. Pero sí demasiado largos para un régimen instruido en la destrucción paulatina y programada. En este tiempo, el cambio del paisaje periodístico ha sido rotundo.
Todo comenzó en forma de aluvión informativo. La agenda oficial comenzó a mandar y se impuso sin preámbulo. Al principio, siendo indulgentes, se podría aceptar que los medios fueron tomados por sorpresa. Luego, ante el caudal de anuncios extravagantes, atractivos, justicieros, sobrevino la expectativa, y, al poco tiempo, ante la ilusión desatada, se desbocaron las muestras de confianza y simpatía. El nuevo gobierno, día tras día, no dejaba de producir noticias de primera plana, todas esperanzadoras, todas irrealizadas.
Los medios, sin embargo, no abandonaron su rol de informar. Transcurridos los rounds de estudio, desde el seno gubernamental comenzaron a escaparse datos y comentarios que dieron pie a la publicación de las primeras noticias leídas con desagrado en Miraflores. El Plan Bolívar 2000, el primer programa social puesto en marcha –el 27 de febrero de 1999– por Hugo Chávez, fue también el primer caso de corrupción de su gobierno. Los militares se destacaron de inmediato. El Plan, que estuvo a cargo del general Víctor Cruz Wefer, fue sustituido en 2001 por el Plan Pro-Patria. Durante su vigencia, según la prensa de la época, más de 150 millones de dólares desaparecieron sin rendición de gastos.
Tras las primeras denuncias, se acabó la luna de miel. Las presiones iniciales se limitaban a llamadas telefónicas. E hicieron mella. El propio Chávez interpelaba a los editores. Estos, en algunos casos (las redacciones se enteraban), trataban de calmarlo. “Esa noticia no la vi yo, la publicaron después que me fui”, les decían. Y las sugerencias a los periodistas no se hacían esperar. “Hay que tener cuidado”. “No hay que sobrepasarse”. “Aguanta esa nota”. Las tensiones aumentaban. Los reporteros, con pruebas irrebatibles, exigían la publicación de sus noticias. Coordinadores y jefes los apoyaban. Se publicaban. Chávez volvía a la carga. “¿Qué pasa, es que tus periodistas te mandan a ti?” Y así.
Hasta que el autócrata, con su poca paciencia colmada, pasó a la fase de la recriminación pública, la que motivó que le dijeran “Basta”. Fue una fase de hostilidad verbal que se prolongó en el tiempo, que puso en práctica siguiendo el estilo de la recriminación a Zapata ya mencionada:
“¿Cómo te llamas tú?”, imprecaba a los periodistas cuando la pregunta no le gustaba. “¿Dónde trabajas?”. “Con razón”. “Ese medio es de la oligarquía, ¿sabías?”. “O sea que tu trabajas para un oligarca, je”. “¿Y cuánto te pagan?”. Y continuaba en su intento de humillar al profesional que cumplía con su deber, muchas veces jóvenes colegas.
HEGEMONÍA MEDIÁTICA
El régimen chavista entendió muy pronto que el dominio de los medios era clave para imponer su proyecto de poder. Andrés Izarra, ministro de Comunicación e Información en varias ocasiones entre 2004 y 2012, fue uno de los encargados de anunciar sin tapujos que el control mediático era parte fundamental del programa de Gobierno. El pluralismo era un obstáculo. Así de simple.
Los medios públicos pasaron a ser usados abiertamente como órganos del Gobierno. El acceso, la posibilidad de expresarse, fue cerrado a fuentes opositoras, privadas y hasta independientes. A su vez, las fuentes oficialistas restringieron el suministro de información a periodistas de medios privados. Los medios privados, por su parte, arreciaron sus críticas al Gobierno y limitaron el acceso a las fuentes del oficialismo. La polarización ganó espacio en los medios y, hay que decirlo, surgió una inédita tirantez entre periodistas que se identificaban con uno u otro bando. Hubo migraciones espontáneas y forzadas en diferentes direcciones.
El objetivo del ejercicio periodístico –buscar la mayor veracidad posible– se desvió, se distorsionó. Los periodistas quedaron atrapados en la polarización y pasaron a formar parte del conflicto político. Debido a la tirantez, unos y otros se vieron con dificultades para consultar a las fuentes “contrarias”. Las propias fuentes vieron reducidos los espacios para divulgar sus mensajes. La noticia pasó a ser valorada básicamente por su carácter de conflictividad.
La tensión y la hostilidad verbal se exacerbó en el marco de la conflictividad del país, que tuvo momentos culminantes como el paro petrolero y los sucesos de abril de 2002. El Gobierno asumió que las reglas del juego democrático del ejercicio periodístico obstaculizaban la imposición de su proyecto y destapó sus cartas al definir su plan comunicacional con dos palabras: Hegemonía Comunicacional.
LA HEGEMONÍA EN TRES FASES
A partir de 2002, entró en marcha la primera fase, basada en la creación masiva de medios alternativos y comunitarios (Según el Ministerio para la Comunicación y la Información, Minci, para 2015 había 695). Su función es la de ser órganos de propaganda. Es la etapa en que comienzan a crearse programas para atacar a los “enemigos”. También aumentan las cadenas, con las cuales se ganan valiosos espacios en los medios audiovisuales privados en los horarios estelares. El alcance aumenta y la penetración del mensaje es más efectiva. Arrecia la agresividad verbal. Muchos periodistas quedan atrapados en dos trincheras. En un bando, se da espacio solo a los voceros oficialistas; en otro, se privilegia a los opositores y privados. Se convierten en activistas. La objetividad se pierde. La búsqueda de la verdad vuelve a ser una víctima –de las primeras– del conflicto.
La segunda fase se implementó a partir de 2004. Su objetivo es desprestigiar y criminalizar el ejercicio periodístico. La ofensiva se basa en sancionar, multar, asfixiar y cerrar medios; en abrir procesos para amedrentar periodistas. Las herramientas claves son la Ley Resorte (Responsabilidad Social de Radio y Televisión) y la Reforma del Código Orgánico Procesal Penal.
La primera apuntó a los medios audiovisuales. Su impacto fue demoledor: cierre de RCTV y de decenas de emisoras, eliminación de espacios informativos y programas de opinión, obligación de bajar el tono para sobrevivir con las espadas de Damocles de la asfixia económica y del vencimiento de la concesión. La segunda encañonó a los medios impresos. Impacto: decenas de periodistas citados a Fiscalía y con procesos abiertos, medios con sus líneas “suavizadas” para conservar pautas publicitarias, asfixiados económicamente, sin divisas para comprar papel e insumos de impresión, bajadas de paginación, de tirajes, cierres.
La tercera fase puede contabilizarse a partir de 2012. El objetivo se centró en controlar los medios que resistieron el acoso. Las principales cadenas radiales estaban cerradas o maniatadas. Las televisoras nacionales, después de lo de RCTV, calmaron al régimen con un aparente equilibrio; las regionales sucumbieron sin resistencia. El silencio cómplice se amparó en el bajo perfil. Llegó la hora de la compra de medios. La boli-burguesía ya estaba lista para entrar en el negocio mediático. En 2013, Globovisión cambió de dueños. Varios editores tiraron la toalla. Ese año también fueron vendidos los diarios de la Cadena Capriles y El Universal. Muchos rotativos de la provincia sucumbieron. Los que se mantuvieron fueron puestos por sus propietarios al servicio de los gobernadores chavistas. Solo así garantizaban subsistencia, la compra de papel y demás insumos.
La Corporación Alfredo Maneiro, ubicada en Catia, Caracas, se convirtió en el único ente proveedor de papel. Este monopolio aseguró que solo lo obtuvieran los medios afines. Durante un tiempo, algunos editores con existencias, previsivos, socorrieron con préstamos a los que se encontraban en apuros. Pero las bobinas se agotaron rápidamente y no quedó más remedio que tomar medidas extremas: reducir tirajes, paginación, número de cuerpos, e incluso días de circulación, antes de llegar al cierre definitivo y refugiarse en las páginas web, destino que no pudo evitar, entre otros, El Nacional, uno de los diarios más influyentes de Latinoamérica, creación del escritor Miguel Otero Silva, a quien Maduro recomendó, con la mayor desvergüenza, estudiar en profundidad. ¿Habrá, tan siquiera, ojeado alguna de sus novelas?
Así las cosas, el cambio del paisaje fue dramático después de 2013. Del mismo modo que las calles y pueblos de Venezuela comenzaron a ser recorridas por personas famélicas (en 2018, según la Encuesta sobre las Condiciones de Vida, Encovi, seis de cada diez venezolanos perdieron 11 kilos de peso por la dieta Maduro), hambrientas, los periódicos fueron convertidos en figuras esqueléticas. Los quioscos, antes lugares de venta de prensa nacional e incluso internacional, pasaron a ser tenderetes de chucherías, que también escasearon.
A partir de entonces, cada informe sobre la situación de la prensa en Venezuela se convirtió en una especie de parte de guerra. Para 2015, por ejemplo, el Instituto de Prensa y Sociedad Venezuela (IPYS) contabilizaba la creación o modificación en 15 años de 43 leyes que afectaban la libertad de expresión. “En los últimos cinco años, decía entonces, 25 medios han cambiado de propietario y de línea y el 60% de la población no tiene acceso a una información independiente”.
Los partes de los años recientes no son menos alarmantes. El informe anual de 2023 de la ONG Espacio Público, por ejemplo, da cuenta de un total de 408 medios –entre impresos, radios, canales de tv y plataformas digitales–cerrados en los últimos 20 años como resultado de un largo proceso de cierre de espacios de información. En dos décadas, 285 emisoras de radio dejaron de operar en el país, 71 % de los medios clausurados.
Valga decir que en un ámbito donde el ejercicio se asienta, en gran medida, en las plataformas digitales (muchas operan desde afuera, con periodistas en el exilio, y aun así son objeto de bloqueos y saboteos frecuentes), la intimidación, los ataques y la persecución de las voces y contenidos críticos se mantienen. En el informe ya citado, Espacio Público registró 384 denuncias de violaciones a la libertad de expresión en 2023. El IPYS Venezuela, por su parte, documentó 128 violaciones a las garantías informativas en el primer cuatrimestre de este año.
Hoy, ya pasados 25 años del inicio de esta pesadilla, el Día del Periodista encuentra a varios colegas –Carlos Julio Rojas, Luis López, Gabriel González, Jean Carlos Rivas– formando parte, según datos del Foro Penal, de los 282 presos políticos –25 mujeres, entre ellas Rocío San Miguel– del régimen. Al gremio, una vez más, le toca alzar la voz para exigir la libertad de todos.
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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