La idea de una región latinoamericana unida, integrada, formando una gran nación que pudiese enfrentar, o por los menos competir, o defenderse de la hegemonía colonial ibérica y de los grandes imperios sajones de los siglos XV al XX, ahora en el siglo XXI se desmorona a pasos acelerados.
En el presente somos una región rota. Descosida. Fragmentada. Internamente beligerante. Una colcha de países, gobiernos y gobernantes que parecen no quererse ni entenderse. Peor aún, algunos que evidentemente se odian abiertamente entre sí. Como los hermanos que se dan la espalda por desacuerdos profundos.
Adiós Bolívar. Adiós Martí. Adiós a la unidad de Andrés Bello planteada a partir de la lengua compartida. Adiós a la raza cósmica de Vasconcelos. La integración regional ya no es una esperanza idílica, sino una pesadilla escabrosa. Era un globo esperanzador que iba subiendo en el aire creyéndose su libertad y alguien, o muchos, lo pincharon. Y se desinfla.
Que el gobierno de Ecuador, liderado por el joven presidente Daniel Noboa, decida entrar por la fuerza en la sede de la embajada de México en Quito para sacar esposado al ex vicepresidente Jorge Glass, al que el gobierno de AMLO le había dado asilo, a pesar de que México sabía que estaba condenado por delitos comunes y no por razones políticas, ya no nos asombra. Ambos, México y Ecuador, quedaron como violadores de acuerdos internacionales.
Y ya no nos asombra porque forma parte del paisaje. Ya Cuba había hecho lo mismo cuando Fidel Castro ordenó invadir la embajada de Ecuador en La Habana, en 1981. Y supongo que Noboa pensó en aquel lugar común de que “ladrón que roba ladrón tiene cien años de perdón”.
Ahora en América Latina, es asunto normal que muchos de sus gobernantes, sus líderes, participen de una especie de pelea de perros, con la suerte de que no se muerden al cuello porque las redes sociales les permiten agredirse, insultarse, descalificarse mutuamente, sin tener que morder con sus caninos la yugular del opositor.
Así, hemos presenciado intercambios verbales de una agresividad antes poco común. Nuestra región es víctima de la tensión creciente entre sus gobernantes y de un lenguaje agresivo marcado por los insultos y la descalificación. Quizás los primeros ejemplos fueron los de Hugo Chávez con Álvaro Uribe en la década del 2010. Hemos visto a un hombre mesurado como Gabriel Boric acusando a Nicolás Maduro como dictador y violador de derechos humanos. Y a los voceros del gobierno venezolano diciéndole “imbécil” al presidente de Chile por sus opiniones.
Antes, vimos a Gustavo Petro opinando que la salida de Pedro Castillo del gobierno a la cárcel, fue un golpe de Estado y, en respuesta, vimos al parlamento peruano declarando persona non grata al mismo Petro. Igualmente, hemos visto a Nayib Bukele acusando a Petro de “llorón”, y a la inversa, a Petro calificando directamente a Bukele de “facho”.
Y en una salida inesperada —a pesar de sus afinidades ideológicas— vimos a Petro de Colombia, a Lula de Brasil y a Pepe Mujica de Uruguay, exigiéndole a Maduro que debe hacer elecciones libres, y luego, a los voceros del gobierno venezolano, acusándolos a los tres de “injerencistas” en temas que no les conciernen, porque Venezuela es soberana. También a Evo Morales, que había mantenido cierta sindéresis después que fue depuesto del gobierno, declarando que “por las buenas o por las malas” será de nuevo presidente de Bolivia. Frase que ya en Venezuela había utilizado Maduro.
Hasta España se ha visto involucrada en el desmadre cuando el ministro de Transporte del gobierno de Sánchez, Oscar Puertas, ha acusado de “drogadicto” al presidente argentino Javier Milei.
Otro tema grande es la polarización interna. En Colombia, donde vivo, en una sola semana logré presenciar, desde lejos, unas marchas masivas de opositores a Petro que nos recuerdan, como en un déjà vu, las del 2002 en Venezuela. Y unos días después, el 1 de mayo, otras convocadas por el gobierno, en respuesta a las opositoras, apoyando a Petro y sus propuestas de reformas —del sistema de salud, de pensiones, tributarias— que tienen a Colombia al borde de un ataque de nervios. Otro déjà vu. Acá incluso algunos, radicales, hablan de las posibilidades de una guerra civil.
Romper relaciones diplomáticas ahora se hace con facilidad. También tocar tambores de guerra. El gobierno de Petro ha roto relaciones con Israel y los militares colombianos se preocupan porque buena parte del armamento que ellos usan es de origen israelí. Maduro y su equipo anuncian estar preparados para enfrentar bélicamente a Guyana, lo que pone en guardia a los gobiernos de Estados Unidos y de Brasil, que tienen claros intereses en las reservas petroleras del territorio que Venezuela reclama para sí desde el siglo XIX.
Maduro va más allá, dice que Guyana se ha convertido en bases de operaciones militares de Estados Unidos, que son una amenaza para Venezuela. Muchos analistas piensan, en cambio, que lo de Guyana y la amenaza de guerra venezolana es un pretexto para crear un estado de emergencia que le permita al régimen militarista impedir la realización de elecciones el 28 de julio, que a todas luces las tienen irremediablemente perdidas.
Si a este panorama babélico le agregamos las denuncias, particularmente detalladas en el reportaje Operación Cacería de Noticias Caracol de Colombia, sobre la manera como el gobierno de Venezuela, con el apoyo del Ejército de Liberación Nacional (ELN) de Colombia, secuestra en territorio colombiano a disidentes políticos venezolanos para entregarlos a los aparatos de inteligencia policial en territorio venezolano, pues queda claro que el paisaje político latinoamericano vive uno de sus peores momentos de caos y desagregación.
La guinda es el papel protagónico que han asumido las bandas criminales, los carteles de la droga y, en general, las economías ilícitas que han creado verdaderos emporios que influyen en la actividad política y la vida cotidiana de los ciudadanos, que ahora son poderosos no solo en países desde hace tiempos violentos como México, Colombia, Venezuela y Haití, sino en otros como Chile y Ecuador, que tiempo atrás eran modelos de sociedades pacíficas y seguras. Y como corolario, la crisis de organismos de integración y cooperación como la Organización de Estados Americanos-OEA o Mercosur.
De todas maneras, la idea de una América Latina unida, integrada, sólida, no debe ser abandonada y sería deseable que un liderazgo responsable, profesionalmente diplomático, retome lo que ha sido un proyecto concebido, pero no realizado, desde que nuestras naciones se convirtieron en repúblicas independientes.
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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