Pedro Benítez (ALN).- Fundada en 1908 en La Habana por Miguel Ángel Quevedo padre, la revista Bohemia fue la publicación impresa más leída en Cuba hasta 1960 y, durante las décadas de 1920 a 1950, una de las más populares de Hispanoamérica.
Aunque ingeniero civil de profesión, Miguel Ángel Quevedo de la Lastra (1901-1969), hijo del fundador, fue su figura central y parte esencial en la historia del periodismo cubano del siglo XX. Asumió la dirección de Bohemia en los años 30, haciendo de ella una revista semanal ilustrada que combinaba literatura, arte, crónica social y crítica cultural. Su vida y la de Bohemia se entrelazan con los momentos más tumultuosos y decisivos de la historia de ese país, incluyendo la lucha contra la dictadura de Fulgencio Batista (1952-1958) y el ascenso y consolidación del régimen de Fidel Castro.
El prestigio de la revista atrajo a numerosos intelectuales, periodistas, artistas y políticos destacados, tanto cubanos como de otros países, desde liberales hasta marxistas, católicos, reformistas y anticomunistas. Contó entre sus colaboradores a Raúl Roa García, Alejo Carpentier, Lezama Lima, Gabriel García Márquez, Pablo Neruda, José Vasconcelos y Juan Bosch. En algunas ediciones de Bohemia de 1935–1936 se recogen ensayos atribuidos a Rómulo Betancourt firmados bajo seudónimos.
Miguel Ángel Quevedo tenía una sección titulada “En Cuba”, que era leída ávidamente por su cobertura valiente acerca de la política nacional.
Una de las líneas editoriales de Bohemia por aquella época fue la crítica constante al autoritarismo y al imperialismo, que se veían como las dos caras de la misma moneda. Por consiguiente, no es de extrañar que fuera un bastión de resistencia a la dictadura que Batista impuso en ese país con el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 que derrocó al gobierno democráticamente electo de Carlos Prío Socarrás. Y tampoco que, como consecuencia de ello, apoyara fervientemente la revolución de 1959 que lideró Fidel Castro.
En beneficio de los despistados que pululan en estos días de redes sociales, es pertinente recordar que el entonces joven abogado Castro Ruz bajó de la Sierra Maestra a la cabeza de una columna guerrilleros con una imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre en el cuello, prometiendo restaurar la constitución cubana de 1940 y realizar elecciones libre.
Inicialmente, Quevedo apoyó con entusiasmo el gobierno de los barbudos, y Bohemia y, como órgano oficioso, desempeñando un papel fundamental en la legitimación del nuevo gobierno revolucionario. Construyendo la narrativa que glorificó a los triunfantes rebeldes, justificó varias de sus primeras acciones controversiales como los fusilamientos sin juicios que se efectuaron, desde los primeros días del régimen, en la Fortaleza de La Cabaña.
Incluso, fue en sus páginas que Enrique de la Osa difundió la especie según la cual la represión del régimen batistiano había costado la vida a veinte mil cubanos.
En medio de aquel embriagador ambiente de euforia que envolvió a Cuba en los primeros meses de 1959, Bohemia difundió unos estudios de opinión que pretendían medir el apoyo público a las acciones de los revolucionarios. Así, por ejemplo, aseguró que más del 90% de la población aprobaba el paredón y la creación del Ministerio de Recuperación de Bienes Malversados. Sin embargo, esas encuestas duraron hasta julio de 1959 cuando la revista se puso a preguntar si la gente quería o no elecciones. Un poco antes, en abril, Castro ya había formulado esa interrogante ante una gigantesca manifestación: “Los que quieren que inmediatamente convoquemos a elecciones que levanten la mano. Los que antes que nada quieren leyes revolucionarias”. Un mar de brazos alzados optó por la segunda opción. Por supuesto, sólo él podía dar fe del resultado.
Una vez que se sintió consolidado en el poder impuso la censura y, so pretexto de defender la revolución, comenzó a perseguir cualquier tipo de crítica.
El cerco a la prensa se fue estrechando y a Quevedo no le quedó más remedio que asilarse junto con hermana Rosa (Rosita) Margarita en la embajada de Venezuela en julio de 1960 e irse al exilio. Poco después Bohemia fue nacionalizada, y muchos de sus intelectuales más críticos (como Enrique de la Osa) también se exiliaron o fueron silenciados.
Como no podía ser de otra manera, Bohemia fue desde entonces una publicación oficial del gobierno cubano, perdiendo el carácter independiente, y ya no tuvo la misma influencia crítica ni credibilidad periodística. Sirvió, sencillamente, como instrumento de propaganda del régimen. En los últimos años, ha tenido muy poca circulación internacional y su relevancia es principalmente histórica.
Quevedo vivió su exilio entre Miami y Caracas profundamente amargado y deprimido ante el giro autoritario y comunista que tomó el castrismo. Según su propio testimonio sentía una profunda culpa por haber contribuido a legitimarlo.
Junto con otros emigrados cubanos intentó y logró revivir la revista en otros países, entre ellos Venezuela, México, Puerto Rico y Estados Unidos.
Entre los años 60 y 80 esa Bohemia tuvo éxito entre el público venezolano, sobre todo entre los lectores interesados en el debate político cubano y latinoamericano, siendo popular también por su crónica social y crítica cultural. Compartía nombre, formato y estilo gráfico con la revista original, replicando temas y estructura. En ocasiones publicaba artículos críticos del régimen castrista, prohibidos en Cuba.
Sin embargo, el 12 de agosto de 1969, Quevedo se suicidó. Dejó una carta póstuma donde asumió la responsabilidad moral por haber ayudado al ascenso del castrismo y denunciaba sus abusos:
“Cuando recibas esta carta ya te habrás enterado por la radio de la noticia de mi muerte. Ya me habré suicidado — ¡al fin! — sin que nadie pudiera impedírmelo, como me lo impidieron tú y Agustín Alles el 21 de enero de 1965.
Sé que después de muerto lloverán sobre mi tumba montañas de inculpaciones. Que querrán presentarme como «el único culpable» de la desgracia de Cuba. Y no niego mis errores ni mi culpabilidad; lo que sí niego es que fuera «el único culpable». Culpables fuimos todos, en mayor o menor grado de responsabilidad.
Culpables fuimos todos. Los periodistas que llenaban mi mesa de artículos demoledores, arremetiendo contra todos los gobernantes. Buscadores de aplausos que, por satisfacer el morbo infecundo y brutal de la multitud, por sentirse halagados por la aprobación de la plebe, vestían el odioso uniforme que no se quitaban nunca. No importa quien fuera el presidente. Ni las cosas buenas que estuviese realizando a favor de Cuba. Había que atacarlos, y había que destruirlos. El mismo pueblo que los elegía, pedía a gritos sus cabezas en la plaza pública. El pueblo también fue culpable. El pueblo que quería a Guiteras. El pueblo que quería a Chibás. El pueblo que aplaudía a Pardo Llada. El pueblo que compraba Bohemia, porque Bohemia era vocero de ese pueblo. El pueblo que acompañó a Fidel desde Oriente hasta el campamento de Columbia.
Fidel no es más que el resultado del estallido de la demagogia y de la insensatez. Todos contribuimos a crearlo. Y todos, por resentidos, por demagogos, por estúpidos o por malvados, somos culpables de que llegara al poder. Los periodistas que conociendo la hoja de Fidel, su participación en el Bogotazo Comunista, el asesinato de Manolo Castro y su conducta gansteril en la Universidad de la Habana, pedíamos una amnistía para él y sus cómplices en el asalto al Cuartel Moncada, cuando se encontraba en prisión.
Fue culpable el Congreso que aprobó la Ley de Amnistía (la cual sacó a Castro de la prisión tras el ataque al Cuartel Moncada). Los comentaristas de radio y televisión que la colmaron de elogios. Y la chusma que la aplaudió delirantemente en las graderías del Congreso de la República.
Bohemia no era más que un eco de la calle. Aquella calle contaminada por el odio que aplaudió a Bohemia cuando inventó «los veinte mil muertos». Invención diabólica del dipsómano Enriquito de la Osa, que sabía que Bohemia era un eco de la calle, pero que también la calle se hacía eco de lo que publicaba Bohemia.
Fueron culpables los millonarios que llenaron de dinero a Fidel para que derribara al régimen. Los miles de traidores que se vendieron al barbudo criminal. Y los que se ocuparon más del contrabando y del robo que de las acciones de la Sierra Maestra. Fueron culpables los curas de sotanas rojas que mandaban a los jóvenes para la Sierra a servir a Castro y sus guerrilleros. Y el clero, oficialmente, que respaldaba a la revolución comunista con aquellas pastorales encendidas, conminando al Gobierno a entregar el poder.
Fue culpable Estados Unidos de América, que incautó las armas destinadas a las fuerzas armadas de Cuba en su lucha contra los guerrilleros.
Y fue culpable el State Department, que respaldó la conjura internacional dirigida por los comunistas para adueñarse de Cuba.
Fueron culpables el Gobierno y su oposición, cuando el diálogo cívico, por no ceder y llegar a un acuerdo decoroso, pacífico y patriótico. Los infiltrados por Fidel en aquella gestión para sabotearla y hacerla fracasar como lo hicieron.
Fueron culpables los políticos abstencionistas, que cerraron las puertas a todos los cambios electoralistas. Y los periódicos que como Bohemia, les hicieron el juego a los abstencionistas, negándose a publicar nada relacionado con aquellas elecciones.
Todos fuimos culpables. Todos. Por acción u omisión. Viejos y jóvenes. Ricos y pobres. Blancos y negros. Honrados y ladrones. Virtuosos y pecadores. Claro, que nos faltaba por aprender la lección incredíble y amarga: que los más «virtuosos» y los más «honrados» eran los pobres…”
Conocida como “Todos fuimos culpables”, el escrito circuló ampliamente en círculos del exilio cubano. Muchos la consideraron como un acto de expiación y valentía tardía, mientras otros la vieron como una tragedia personal que evidenciaba el nivel de engaño del régimen revolucionario, una advertencia sobre los peligros de la manipulación ideológica, del culto a la personalidad y del uso político de los medios de comunicación.
Desde entonces ha servido de referencia para antologías, estudios históricos y textos sobre la prensa cubana. Un resumen de ella apareció en el libro “El poder de la prensa: Bohemia en la historia de Cuba” de Enrique Encinosa.
La tragedia de Miguel Ángel Quevedo y el legado de Bohemia simbolizaron la desilusión de muchos intelectuales que apoyaron la revolución, dando pie a un debate en los círculos académicos y los exiliados cubanos que todavía perdura.
En la carta Quevedo insiste que no supo ver la verdadera naturaleza totalitaria del proyecto castrista. Se siente engañado por el discurso de libertad y democracia que Castro sostenía en la Sierra Maestra, y lamenta no haber sospechado que se estaba forjando un régimen aún más represivo que el anterior.
Anticipando que la historia lo juzgará duramente, expresa su deseo de asumir públicamente su culpa, y pide que su carta sirva como advertencia para las generaciones futuras. Se despide con la esperanza de que Cuba vuelva algún día a la libertad y que Bohemia recupere su misión original.
En su día no faltó quien afirmara que el texto era apócrifo. No obstante, Rosita Quevedo siempre aseguró que era auténtica y reflejaba el estado de ánimo de su hermano.
La ceguera voluntaria o ingenua ante los signos autoritarios iniciales de los revolucionarios es un tema clásico en este tipo de procesos. Quevedo se presenta como ejemplo trágico de esta dinámica.
Pero más allá de ese aspecto, este relato también es un ejemplo patente de cómo se reescribe la historia. La mayoría de las opiniones (de no cubanos) sobre Cuba ignoran que ese país fue una democracia y, por lo general, se afirma que nunca tuvo un régimen representativo y de libertades públicas antes de 1959. Pero lo cierto del caso es que tuvo una democracia, relativamente breve y accidentada, pero democracia al fin.
Entre 1940 y 1952 hubo tres elecciones democráticas en la isla, con sus respectivas alternancias entre gobernantes de distinto signo político. La constitución de 1940 fue considera la más progresista de su época en América Latina y una de las promesas que Castro hizo en Sierra Maestra fue la de restaurarla. Promesa que, por supuesto, incumplió.
En su libro «Cuba: La Lucha por la Libertad», el historiador británico Hugh Thomas destaca el hecho de que la población descendiente de esclavos en la isla tenía más derechos políticos y civiles que sus pares en Estados Unidos en esa misma época. Es más, esa fue una base de apoyo de Batista, que antes de convertirse en dictador en 1952, fue el líder de la revolución de los sargentos de 1933 y en 1940 fue elegido democráticamente presidente del país.
Otro dato revelador: tras la caída de la dictadura de Gerardo Machado, Cuba fue el segundo país latinoamericano, después de Ecuador (1929) y Uruguay (1932), donde las mujeres obtuvieron el derecho al voto en 1934. Primero que México, Argentina y Venezuela, o antes que en Francia y Suiza. Aunque inicialmente sólo podían postularse a ciertos cargos, en 1936 la abogada Rosa Anders Causse fue una de las primeras mujeres en todo el continente ser electa como congresista. Y la constitución de 1940 consagró plenamente la igualdad jurídica entre hombres y mujeres, incluyendo el derecho al voto, a ser electas y a la igualdad en el empleo y la educación. Agrupado en la Alianza Nacional Feminista (fundada en 1923) el movimiento sufragista en la isla fue muy activo.
Afectada por la violencia política y la corrupción, la democracia cubana era imperfecta, como el resto de las democracias de aquella época (y también de esta) acosadas, tanto en América como en Europa, por la violencia política y la corrupción.
Interrumpida por el golpe de Estado de 1952 (que fue la causa de la revolución de 1959) toda esa etapa de la historia cubana fue sepultada y reescrita por el régimen de Castro Ruz. En esa versión de las cosas, la historia cubana previa al 1ero de enero de ese último año se resume así: el país era burdel de los Estados Unidos, una colonia de los yanquis y un nido de mafiosos. En ese sentido, si una imagen vale más que mil palabras, la película de Francis Ford Coppola, El padrino (1972), sentó esa idea.
Sin embargo, la democracia cubana se perdió en 1952 y fue la generación de Miguel Ángel Quevedo la que creyó poder rescatar en 1959.
Miguel y Rosita Quevedo compartieron un apartamento en Caracas hasta el suicidio de él. En diciembre de 1968 ella se hizo ciudadanía venezolana.
La carta final dirigida “a su hermana” confirma que vivían y permanecían muy unidos hasta el trágico suceso. No se han encontrado obituarios, entrevistas o menciones posteriores sobre ella.
@PedroBenitezF
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