Desde Nueva York, especial para Las2Orillas
Cuando el rugido de los reactores nucleares se mezcla con el oleaje del Caribe, no se trata de una simple visita naval: es una declaración de poder. En medio de tensiones hemisféricas —sobre rutas de narcotráfico, alianzas regionales en reacomodo y un clima político cargado—, el buque insignia de la marina estadounidense, el portaviones USS Gerald R. Ford, ha entrado en escena. No vino en exhibición. Su llegada al área del Comando Sur de Estados Unidos marca un cambio de tono, una demostración de fuerza que América Latina no puede pasar por alto.
¿Y por qué aquí y ahora? El Pentágono asegura que su despliegue busca “interrumpir el tráfico de drogas y desmantelar organizaciones criminales transnacionales”, según The Guardian, en el hemisferio occidental.
Sin embargo, analistas y observadores interpretan la maniobra como algo más: una señal de presión política y militar hacia gobiernos considerados “incómodos” para Washington, en especial los de Venezuela y Colombia.
La coincidencia temporal con el aumento de las tensiones entre Estados Unidos y Caracas, y con las sanciones impuestas al presidente colombiano Gustavo Petro, no parece casual. En este contexto, el arribo del USS Gerald Ford al Caribe parece un mensaje en alta mar: los falcones del norte vuelven a extender sus alas sobre el continente.
El monstruo del mar: retrato del buque más poderoso del planeta.
En términos de desplazamiento, la nave tiene una capacidad de alrededor de 100.000 toneladas decarga, destacandolo como el mayor barco de guerra jamás construido.
Exhibe unos 333 metros de largo (casi el tamaño de tres canchas de fútbol) y usa como fuente de propulsión dos reactores nucleares que le permiten navegar más de 20 años sin necesidad de repostar combustible.
Puede operar desde su cubierta más de 75 aviones y helicópteros, incluyendo los cazas más avanzados del arsenal estadounidense.
Tiene una tripulación de unas 4.500 personas, entre marinos, pilotos y personal técnico.
Cuenta con un sistema electromagnético de lanzamiento de aeronaves (EMALS) y con un sistema de frenado automatizado que reemplaza los antiguos cables de acero. Todo en este barco está diseñado para la eficiencia, la rapidez y, sobre todo, el dominío. US Navy
En pocas palabras, el Gerald Ford es una ciudad flotante armada hasta los dientes, capaz de coordinar operaciones aéreas, marítimas y electrónicas en tiempo real. Un símbolo del siglo XXI que mezcla poder militar con precisión tecnológica.
Aunque el nombre de su comandante no ha sido divulgado por razones de seguridad, se sabe que el portaaviones opera dentro del Grupo de Ataque de Portaaviones (Carrier Strike Group) del Comando Sur estadounidense, con órdenes directas del alto mando naval en Washington.
Cada movimiento de esta nave responde a una estrategia cuidadosamente planificada, no a un ejercicio improvisado. En otras palabras: nada de lo que haga el Gerald Ford ocurre por casualidad.
A pesar de su corta historia —entró en servicio en 2017—, el USS Gerald R. Ford ya ha dejado su marca en varios escenarios estratégicos. Su primera gran misión fue en el Atlántico Norte, donde participó en ejercicios con la OTAN destinados a contener la influencia rusa tras la invasión a Ucrania. Desde entonces, ha patrullado el Mediterráneo oriental, respaldando operaciones frente a Siria e Irán, y más recientemente fue desplegado en el Mar Rojo y el Mediterráneo oriental durante la escalada del conflicto entre Israel y Hamás, en una demostración clara de que su papel va más allá del entrenamiento: es la carta de disuasión más poderosa del Pentágono.
Su sola presencia suele alterar el tablero diplomático. Cada vez que el Gerald Ford aparece en un mapa, los aliados respiran tranquilos y los adversarios ajustan sus radares. Es el tipo de nave que no dispara para hacerse notar; basta con que flote cerca para que todo el mundo sepa que el poder estadounidense sigue teniendo ancla, alas y ecos nucleares.
¿Qué significa su presencia en América Latina?
En lo simbólico, su llegada es un recordatorio de que el poder naval de Estados Unidos sigue siendo absoluto en el hemisferio. Las declaraciones oficiales hablan de cooperación antinarcóticos, pero el mensaje de fondo es de control y vigilancia.
En lo político, varios gobiernos de la región lo interpretan como una forma de presión en plena recomposición del mapa político latinoamericano.
En lo estratégico, su presencia en aguas del Caribe amplía la capacidad de espionaje y disuasión estadounidense, con posibilidad de actuar en cuestión de horas sobre cualquier punto de la región.
En lo diplomático, países europeos y latinoamericanos ya han expresado preocupación por una posible militarización del Caribe, advirtiendo que este tipo de despliegues roza los limitas del derecho internacional.
Imaginemos el rugido de una flota que surca las aguas turquesas del Caribe, mientras en tierra los pescadores levantan la vista y ven, en el horizonte, una mole gris que parece un edificio móvil.
Para quienes habitan la orilla sur, el Gerald Ford no es sólo un buque: es un símbolo. Representa la capacidad de un solo país para recordar al resto quién manda sobre los mares compartidos.
Detrás del discurso de cooperación, lo que se asoma es una advertencia: la era de la diplomacia silenciosa ha terminado, y vuelve el lenguaje de los portaaviones, de los radares, de los vuelos rasantes sobre territorios que aún se llaman “amigos”.
El USS Gerald R. Ford no hace turismo. Su anclaje en el Caribe no es casualidad: es una puesta en escena de poder y un aviso para quien quiera leerlo.
Para los gobiernos de la región —especialmente los que hoy desafían la línea de Washington— su sombra en el horizonte es clara: los falcones del norte han regresado, y su vuelo no es propiamente un mensaje de paz.
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