Especialmente en las últimas semanas, se ha planteado con inusitada fuerza la narrativa de relativizar el régimen autoritario de Nicolás Maduro. Esta narrativa se presenta en varias formas.
Así, encontramos la versión de los “dos lados”. Según esta explicación, la crisis de Venezuela se debe a “dos bandos”, en una visión que coloca al régimen de Maduro y a la oposición en igualdad de condiciones, como si se tratara de “dos pandillas” en disputa.
La otra versión es el “sí, pero”. Su formulación puede resumirse, más o menos, de la siguiente manera: “sí, Maduro perdió las elecciones, pero Venezuela no es una democracia”. Esta versión se ha usado, por ejemplo, para ocultar las causas del colapso económico: Maduro sí es responsable de la crisis, pero la oposición (o las sanciones o los procesos criminales) también lo es.
Otra de las formas de esta narrativa es el intento de convertir el diálogo y la negociación en un fin en sí mismo, proponiendo como solución a la actual coyuntura negociaciones para que el régimen de Maduro otorgue concesiones democráticas, y cuestionando toda alternativa que se aparte de este diálogo infinito. Una vez más, la narrativa de ambos lados responsabiliza a la oposición por no querer mantener nuevas mesas de diálogo ni aceptar las “concesiones” ofrecidas por el régimen, en elecciones fraudulentas y amañadas, como sucedió con el proceso para “elegir” a la sexta legislatura de la Asamblea Nacional.
Esta narrativa es un peligroso intento de relativizar el autoritarismo o, lo que es igual, relativizar el mal. Parafraseando a San Juan Pablo II, quienes han defendido esa narrativa en las últimas semanas se entregan al relativismo y al escepticismo, buscando “una libertad ilusoria, al margen de la verdad misma”.
Venezuela permite comprender con claridad los riesgos del relativismo moral frente a los derechos humanos. Estas violaciones no se consideran un atentado contra la dignidad humana como valor absoluto, sino que más bien se matizan con bemoles que presentan la crisis de Venezuela como un conflicto tóxico entre dos partes. Así, subrepticiamente, las víctimas se confunden con los victimarios.
El relativismo moral reconoce a Maduro como autoritario, pero fomenta el escepticismo al negar toda probabilidad práctica de cambio político y proponer aceptar la realidad, esto es, que Maduro seguirá en el poder. Incluso este relativismo pretende ver en Maduro y sus élites atributos que nunca han demostrado poseer, sugiriendo que, en ausencia de mecanismos de control y presión política, las élites gobernantes actuaran como tecnócratas moderados y conservadores, interesados en adoptar las políticas económicas y sociales necesarias para la recuperación del país.
En gran medida, esa fue la visión que prevaleció con la creación de la Mesa de Diálogo y Negociación en 2021, auspiciada por los gobiernos de Noruega y México. La idea era que, mediante un diálogo enfocado en aliviar las presiones sobre el régimen —como las sanciones—, las élites aceptarían finalmente pactar una transición democrática. El rotundo fracaso de esta estrategia debería haber sido una lección clara para dejar atrás el relativismo. Sin embargo, no ha sido así. Hoy, una vez más, se propone volver a la misma mesa de diálogo, responsabilizando a la oposición —directa o indirectamente— de estar impidiendo una “salida negociada”.
Frente a este relativismo moral, es preciso reivindicar el carácter absoluto de la dignidad humana y, con ello, reconocer como víctimas a quienes han sufrido los múltiples abusos del régimen venezolano. La centralidad de esa dignidad humana forma parte de la “tradición republicana” a la que alude el artículo 350 de la Constitución, cuyo texto conviene recordar:
“El pueblo de Venezuela, fiel a su tradición republicana, a su lucha por la independencia, la paz y la libertad, desconcerá cualquier régimen, legislación o autoridad que contraríe los valores, principios y garantías democráticos o menoscabe los derechos humanos”.
La tradición republicana solo admite una solución: desconocer al régimen de Maduro. No hay aquí términos medios: o cesa el régimen depredador de derechos humanos, o no cesa. O la libertad triunfa frente al despotismo —diría Roscio—, o no triunfa.
Quienes hoy vuelven a proponer un “cuasi triunfo” de la libertad, avanzando en la narrativa de ambos bandos, relativizan la dignidad humana, que incluso se confunde con la sumisión. Pero sin derechos humanos y, por ende, sin Estado de Derecho constitucional, no hay libertad. Solo hay despotismo.
Los peligros del relativismo moral frente al régimen venezolano fueron magistralmente acotados por el presidente del Comité Noruego del Nobel, Jørgen Watne Frydnes, en el discurso de presentación del Premio Nobel a María Corina Machado.
Lo primero que llama la atención del discurso es la descripción del régimen venezolano, sin medias tintas:
“Venezuela se ha convertido en un Estado brutal y autoritario sumido en una profunda crisis humanitaria y económica. Mientras tanto, una pequeña élite en la cúspide, protegida por el poder, las armas y la impunidad, se enriquece”.
En la narrativa alternativa, hay quienes se oponen a emplear adjetivos calificativos, no tanto por temor a represalias, sino para evitar incomodar a la élite —lo que incluso ha generado cierto debate, carente de rigor, sobre si Maduro es un gobierno o un régimen—. Pero no se trata de emplear expresiones sesgadas, sino de describir la verdad desde la centralidad de las víctimas de violaciones de derechos humanos, tal como hizo el presidente del Comité.
Por ello, en su discurso, Frydnes señala correctamente que cuando la democracia se pierde, “el resultado es más conflicto, más violencia, más guerra”. Por lo tanto, la paz duradera solo es posible en democracia.
El relativismo moral ha querido reformular el concepto de paz, entendiéndola como la ausencia de conflicto, e incluso como la ausencia de resistencia frente al régimen autoritario. Bajo esta visión, el artículo 350 de la Constitución atentaría contra la paz, al justificar el desconocimiento de la tiranía.
Esta es, precisamente, la posición de quienes proponen acuerdos políticos para estabilizar el autoritarismo, en un vano intento de procurar “espacios políticos” para la oposición. Lo que se obtendría al final, en el mejor de los casos, sería la sumisión. No debe confundirse la paz verdadera con la sumisión. Frydnes lo resumió muy bien:
“Esta es la versión de la realidad que el régimen de Maduro ofrece al mundo: que su régimen es el garante de la paz. Pero una paz basada en el miedo, el silencio y la tortura no es paz; es sumisión presentada como estabilidad”.
Lo contrario a la sumisión, por ello, y citando de nuevo al presidente del Comité, es la actitud de los venezolanos “que se han negado a rendirse”, los venezolanos “que mantienen viva la llama de la democracia”, los que “nunca ceden, pese al enorme costo personal”. Esto es, quienes desconocen el régimen de Maduro, en cumplimiento no solo del artículo 350 constitucional, sino, en especial, del artículo 333. De acuerdo con este artículo, todo ciudadano, investido o no de autoridad, tiene el deber de colaborar en el restablecimiento de la efectiva vigencia de la Constitución, es decir, del Estado de Derecho y de los derechos humanos. Solo restableciendo la Constitución podrá restablecerse la paz duradera.
Otro aspecto tratado con rigor en el discurso son las consecuencias transnacionales de la ausencia de democracia. Los regímenes autoritarios, explica Frydnes, “aprenden unos de otros. Comparten tecnologías y sistemas de propaganda. Detrás de Maduro están Cuba, Rusia, Irán, China y Hezbolá, que proporcionan armas, sistemas de vigilancia y vías de supervivencia económica”.
Los efectos del régimen autoritario venezolano afectan a toda la región, pues ese régimen “propaga la inestabilidad más allá de sus fronteras”. En este punto, Frydnes reflexiona críticamente sobre cómo la comunidad internacional —y, agrego, especialmente en la región— ha tolerado en cierto modo el auge autoritario en Venezuela, al anteponer “las convicciones ideológicas a la solidaridad humana”. Tras el ropaje del socialismo del siglo XXI, el régimen venezolano ha generado una suerte de solidaridad progresista que incluso cuestiona toda injerencia extranjera en los asuntos internos y defiende la autodeterminación de los pueblos.
Esta última acotación, por supuesto, ignora el largo y tortuoso camino hacia la libertad en Venezuela, que el discurso comentado estudia a partir de las primarias de 2023 y de la elección presidencial de 2024. El principio de autodeterminación de los pueblos debe interpretarse a partir de esa elección y del claro mandato popular a favor de Edmundo González. No puede confundirse la autodeterminación de los pueblos con la determinación política autoritaria que somete al pueblo.
Por el contrario, y en especial desde el ámbito de la Organización de los Estados Americanos, los países tienen el deber colectivo de actuar para el restablecimiento de la democracia en Venezuela, pues solo ello hará cesar la inestabilidad regional que el régimen venezolano ha ocasionado.
Quienes presentan la crisis venezolana desde la narrativa del “sí, pero no” han vuelto a proponer como solución el diálogo, pensando que esta vez sí Maduro hará concesiones democráticas. La principal lección de las negociaciones iniciadas en 2021 es que el régimen venezolano las usa y abusa para mantenerse en el poder. Como lo explicó Frydnes:
“En los sistemas autoritarios, el diálogo puede conducir a mejoras, pero también puede ser una trampa. El diálogo se utiliza a menudo para ganar tiempo, generar división y controlar la agenda. María Corina Machado ha participado en procesos de diálogo por años. Nunca ha rechazado el principio de hablar con la otra parte, pero sí ha rechazado los procesos vacíos”.
La narrativa de “los dos bandos” fomenta la trampa del diálogo, favoreciendo la normalización del régimen con la esperanza de que algún día este otorgue genuinas concesiones democráticas e inicie el largo camino hacia la recuperación económica. Pero el régimen venezolano está organizado únicamente para aferrarse al poder mediante políticas predatorias que destruyen y seguirán destruyendo la economía.
Lo anterior, por supuesto, no se opone al diálogo, sino al falso diálogo del relativismo moral. Por el contrario, el verdadero diálogo, en el marco de los artículos 333 y 350 constitucionales, debería conducir al restablecimiento de la Constitución, del Estado de Derecho y de la centralidad de los derechos humanos.
Todo este análisis lleva a Frydnes a abordar un tema delicado, pero inevitable en la coyuntura actual de Venezuela: ¿qué método debe emplear la oposición venezolana para desconocer al régimen de Maduro, tomando en cuenta todos los esfuerzos anteriores, en especial las primarias y la elección presidencial? Para quienes asumen la narrativa del “sí, pero no”, el único método admisible es el falso diálogo y las falsas elecciones.
Frydnes presenta un agudo diagnóstico de este dilema:
“Quienes viven bajo una dictadura a menudo tienen que elegir entre lo difícil y lo imposible. Sin embargo, muchos de nosotros —desde una distancia segura— esperamos que los líderes democráticos de Venezuela persigan sus objetivos con una pureza moral que sus adversarios jamás muestran. Esto no es realista. Es injusto. Y revela una ignorancia de la historia”.
Esta ignorancia de la historia es, en especial, ignorancia de nuestra propia historia y, en concreto, de la tradición republicana a la que alude la Constitución. Juan Germán Roscio resume extraordinarimente bien esa tradición, no solo por sus escritos jurídicos, sino también por su pensamiento expresado en actos constitucionales como la Declaración de Independencia. Frente al despotismo, el deber ciudadano es colaborar activamente en el restablecimiento de la libertad. Pero mal puede lograrse ese objetivo a través de los propios mecanismos del constitucionalismo abusivo, diseñados para socavar la dignidad humana.
Especialmente desde el desconocimiento del mandato popular otorgado en la elección presidencial de 2024, ha aumentado la narrativa que, desde el relativismo moral, no solo considera impráctico insistir en hacer valer ese mandato, sino que además interpreta la crisis de Venezuela como resultado de la lucha entre dos bandos inmersos en un conflicto tóxico.
En su discurso, Jørgen Watne Frydnes califica con precisión a quienes defienden insistentemente este relativismo moral:
“Todos estos observadores tienen algo en común: la traición moral a quienes de hecho viven bajo este régimen brutal”.
Ya lo dijo Roscio: “a costa de artificios y falsedades gana siempre terreno la corte del tirano”.
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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