Hay una pregunta que parece inocente, pero que, en Venezuela, se convierte en un termómetro político, emocional y humano de nuestra tragedia reciente: ¿En qué año emigró el primer miembro de tu familia?
Cientos respondieron. Y cuando agrupé esas respuestas, surgió un mapa que es, en sí mismo, un diagnóstico del país:
1998-2005 → 16.4%2004-2010 → 18.7%2011-2015 → 28.1%2016-2020 → 34.5%202-2025 → 2.3%
Los años más repetidos fueron 2016, 2017, 2014, 2018 y 2015, los años del colapso acelerado. Y algo resalta inmediatamente: incluso más de una década antes, ya había familias rompiéndose. Muchos señalaron el despido masivo de PDVSA en 2003 como el primer detonante. Ese episodio —quizás el punto de quiebre más rupturista y menos discutido en su dimensión humana— sembró la primera ola del desarraigo.
Que después de 2020 el número caiga tiene una expicación sencilla: además de la pandemia, para ese año, más del 70% de los casi 9 millones de venezolanos que hoy conforman la diáspora ya había salido del país. La emigración masiva no comenzó con sanciones; comenzó con la destrución institucional, económica y emocional del país.
Pero detrás de los números, siempre, hay vidas.
Lo que sigue son solo algunas de las decenas de respuestas que recibí. Una muestra mínima, pero suficiente, para entender lo que significa que hoy un 30% del país viva fuera de él.
“Mi hermano mayor, mi guía, se fue en 2016. No se despidió. Me escribió cuando el autobús ya había arrancado. Nunca nos decíamos ‘te quiero’, pero ese día sí. Desde entonces, solo nos vemos por videollamada. Lo extraño todos los días”.
“En 2010 empezaron a irse. Algunos murieron fuera. Los que quedaban se dispersaron también. Hoy mi familia está completamente desintegrada, repartida por el mundo. Ya no tengo famila. Solo recuerdos que cargo conmigo”.
“Yo fui la primera en irme, en 2016. En este tiempo se murieron dos familiares. Ver morir a tus seres amados por una pantalla duele más. No poder abrazarlos. No poder despedirse”.
“Me fui en 2009. Me despedí creyendo que siempre estarían ahí. Pero cada vez que volvía quedaban menos. Hoy los jóvenes estamos regados por el mundo y nuestros viejos allá. No quiero guardar rancor. La justicia está llegando. Y a nosotros nos tocará reconstruir y reencontrarnos con Venezuela”.
“Fuimos los primeros en 2014, pero de mis amigos del colegio más de la mitad está afuera”.“Me quedé sin primos. El 70% de mi familia está fuera del país”.“Mi único hermano emigró en 2015; murió solo un año después, en otro país”.“En 2012 comenzaron a irse. Hoy soy el único que queda en Venezuela de toda mi familia”.“Mi papá murió afuera y no lo pude despedir. El único culpable es el chavismo”.“Mi hermano emigró en 2009 y abrió camino. Hoy estamos de nuevo juntos, en otro país, pero juntos. Eso lo salvó todo”.
Cada testimonio es un país comprimido en una línea.
En medio de esta avalancha de historias, el chavismo —y algunos voceros internacionales bien subvencionados— siguen promoviendo una narrativa tan conveniente como falsa: que la migración masiva comenzó por las sanciones.
La evidencia empírica dice exactamente lo contrario.
En una conversación reciente con Dany Bahar, investigador de la Universidad Brown y especialista en migración, él lo explica sin matices:
“Las sanciones no son las responsables del éxodo venezolano. Los venezolanos no huyen por sanciones, huyen por la dictadura”.
Su estudio, escrito junto con Ricardo Hausmann, es terminante:
No existe correlación entre sanciones y migración.Los mayores picos migratorios ocurrieron en años de mayores ingresos petroleros, es decir, cuando el régimen tenía más dinero para controlar, reprimir y destruir.La causa fundamental es política, no económica.Los venezolanos no cruzan el Darién, no recorren desiertos ni se lanzan al mar por sanciones: lo hacen por hambre, persecución, inseguridad y colapso de servicios, todos generados deliberadamente por quienes controlan el poder.
Bahar lo resume así:
“El problema de raíz es político. Mientras persista la dictadura, la migración continuará”.
La narrativa de las sanciones busca absolver al poder de sus responsabilidades. La data, en cambio, demuestra que la migración comenzó más de una década antes de cualquier sanción relevante.
La pregunta que hice en redes no mide solo el año de una partida. Mide la profundidad de una herida colectiva. Mide cuántas veces este país se rompió. Y mide también cuántas veces se ha sostenido en la esperanza.
Porque, a pesar de todo, el mensaje que más se repite es este: volveremos.
Unos para vivir.
Otros para reencontrarse con la tierra, con la familia, con los duelos pendientes.
Otros para cerrar ciclos.
Pero Venezuela dejará de ser un país que expulsa para volver a ser un país que abraza, en libertad.
Hasta entonces, registramos, contamos, analizamos. Porque detrás de cada fecha hay una vida. Y detrás de cada vida, un país esperando unirse de nuevo.
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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