Faltan elementos para descifrar el desafío de conocimiento que la sociedad tiene plenteado. Es como jugar con palabras cruzadas que parecen fáciles de completar porque uno ha jugado con ellas desde la juventud, pero de pronto se atraviesan vocablos que no están a mano y el pasatiempo se complican. No sería nada trascendental si solo se tratara de llenar un crucigrama, pero adquiere una importancia suprema cuando no se habla de un juego, sino de averiguar lo que puede suceder con nosotros en jornadas colmadas de expectativas. Apenas hay unos signos visibles, mientras los otros escapan o apenas se revelan a medias. Unas piezas cuadran, pero otras no llegan a la cabeza, de modo que el juego no puede llegar a su fin.
Si lo anterior puede servir para una analogía, pasa lo mismo con los pronósticos que se suelen hacer sobre el futuro cercano de nosotros los venezolanos en el terreno de la política. No solo porque las evidencias que ofrece la parcela son apenas unas pocas, sino también porque muchas de ellas son echadas sobre la mesa para complicar el entendimiento de los interesados. Los fragmentos incompletos y los ingredientes que cumplen una función de enrarecimiento no vienen para ayudar, sino para echarle más barro al pantano. Solo superan el desafío los que llenan el crucigrama a su manera para terminarlo a juro, pese a que las horizontales apenas coinciden con las verticales. Y es así como topamos con un problema de envergadura: el problema de la credulidad.
Me refiero a la abundancia de soluciones, es decir, al anuncio de salidas que se encuentran a la vuelta de la esquina y que están en la vanguardia del entuerto. Casi no pasa un día sin el anuncio de un desenlace, es decir, sin que un aventurero se venda como máximo y definitivo componedor de entuertos. No importa que hoy se equivoque, eso no lo debe preocupar en lo más mínimo porque tiene la argucia de salir ileso debido a que al día siguiente aparece con una nueva receta aceptable y apetecible. Especialmente porque a sus augurios les sobra clientela. No hay charlatán sin público, y en el caso que nos ocupa los de su género tienen auditorio de sobra entre los destinatarios venezolanos. Todos los días cae la dictadura y todos los días se levanta, lo que fue verdad ayer se vuelve mentira en pocas horas, sigue lloviendo aunque se había anunciado sequía, la invasión que no sucedió hoy se aplaza para mañana y así sucesivamente, sin que nadie advierta la gravedad del asunto. ¿Por qué? Porque no tiene importáncia, según parece.
Nada nuevo en situaciones de río revuelto, es cierto, pero generalmente se echa el peso de la responsabilidad en los charlatanes de turno sin meter el dedo en la llaga de su multitud de seguidores. ¡Cómo serán de ingenuos esos entusiastas que siguen creyendo en el pronóstico del augur favorito, que lleva años equivocándose o jugando con una patética ingenuidad, sin que nadie les reclame ni descalifique! Son perezosos de verás en materia de pensamiento esos ovejos, debido a que se deleitan en la superficialidad de los farsantes porque, según suponen en una vergonzosa confesion de ineptitud, hacen un trabajo para el cual no están capacitados. Si la solución de los problemas venezolanos es una empresa colectiva, estamos ante un asunto de los más serios. Si se debe reconstruir una república que fue destruida por los detentadores del poder, lo primero que conviene es llamar la atención de los acólitos de opinantes a quienes nos referimos hoy, para que asuman responsabilidad como parte medular del problema.
No se trata de ponerse ante un crucigrama, aunque sin duda la situación se parece, en especial cuando los misterios son oscuros y escacean sus señas objetivas, sino de enfrentar desafíos de vida o muerte. Tampoco se trata de pedirles que se encierren a escudriñar papiros en la Biblioteca de Alejandría ni nada de tal estilo. Hablamos de cosas más accesibles, como pensar lo suficiente sin endeble muleta. Las mayorías de la sociedad pueden hacerlo. Quizá parezca excesiva la sugerencia por falta de costumbre, por comodidad o por devaluación aprendida, pero si siguen como hasta ahora, en rol de acólitos sumisos de analistas de pacotilla, no será posible la fundación del republicanismo expulsado del territorio por la “revolución”.
Sin republicanos no hay republicanismo, y los republicanos cabales piensan con cabeza propia. Aunque su educación no haya sido profunda.
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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