Hay silencios más vergonzosos que otros. Y el que ha guardado la izquierda hemisférica —esa que va desde los campus universitarios de Estados Unidos hasta los palacios presidenciales de México y Colombia— sobre el Premio Nobel de la Paz 2025 otorgado a María Corina Machado, no es simple mutismo ideológico: es una confesión de parte.
Para el progresismo trasnochado, que María Corina haya sido galardonada es un cortocircuito en su narrativa. ¿Cómo aplaudir a una mujer que desafía a un régimen que, en teoría, lucha contra el imperialismo? La respuesta ha sido penosa: decir “sin comentarios” o que el problema de Venezuela es que le falta un “poquito” de democracia. Prohibido olvidar este silencio selectivo de políticos e intelectuales, porque en él se esconde la bancarrota moral de una ideología que ha decidido que hay dictaduras malas y dictaduras a las que les “falta democracia”.
En Estados Unidos (EEUU), la normalización de la narcodictadura ha entrado en una fase casi alucinatoria, operando en dos tiempos.
Primero, la insistencia semántica. Medios como EFE y su sesgado “mapa ideológico” de América Latina, The New York Times y el exabrupto de vender a Delcy Rodríguez como heredera de Maduro o el panfletario Democracy Now, dedicando reportajes y editoriales que rozan la burla, refiriéndose a Nicolás Maduro como un líder en disputa y no como el usurpador que, desde julio de 2024, secuestró la soberanía popular. A estas alturas del partido, tener que aclarar que Maduro se robó la elección y que gobierna sobre un cementerio de presos políticos en El Helicoide —cuya población crece mientras usted lee esto—, es tan agotador como tener que explicar que Hugo Chávez comenzó siendo un vulgar golpista.
Segundo, el viejo confiable: «Es por el petróleo». El argumento favorito de la izquierda de cantina es denunciar que Estados Unidos solo quiere robarse el crudo venezolano. Vamos a empezar por el principio, a ver si la realidad les daña el guion: Chevron y PDVSA son socios. Hace rato que el petróleo fluye legalmente hacia EEUU. El problema real, que omiten deliberadamente, es que la narcodictadura ha utilizado ese mismo recurso para financiar a sus aliados en Cuba e Irán, patrocinando grupos terroristas y paramilitares. Pero ese dato no cabe en la pancarta de las marchas en Nueva York, donde manifestantes que jamás han pisado Maiquetía visten mi bandera para lavarle la cara al terrorista más caro para la DEA desde Osama Bin Laden.
Lo que veo con tierna indignación es cómo figuras mediáticas que uno presumía inteligentes y bien informadas, como el actor John Leguizamo o el comentarista Michael McWhorter (AKA Tizzyent), han reducido la tragedia venezolana a una simple munición en su guerra santa contra Donald Trump.
Para ellos, Venezuela no es un país con gente de carne y hueso sufriendo; es un argumento para atacar al republicano. La logica es perversa: si Trump ataca a Maduro, entonces Maduro debe ser una víctima. La dura verdad, esa que no cabe en un reel de 30 segundos, es que para bien del país y para mal del chavismo, Trump ha sido el único presidente que ha tratado al régimen por lo que realmente es: una organización criminal. No un gobierno fallido, no una «democracia iliberal», sino una corporación delictiva cuyos brazos ejecutores, el Cártel de los Soles y el Tren de Aragua, son amenazas transnacionales.
Si el silencio Made In USA indigna, el latinoamericano duele. Vergüenza debería darles a Claudia Sheinbaum en México y a Gustavo Petro en Colombia. Sus países han recibido el grueso del éxodo de más de 9 millones de venezolanos (incluyéndome), pero ante el Nobel de la Paz de la mujer que encarna la esperanza de retorno de esa diáspora, no han tenido ni la decencia de una felicitación. Su «humanismo» se acaba donde empiezan los intereses de sus aliados ideológicos.
Y ni hablar de los «intelectuales» de la era digital. Personajes como el mexicano Diego Ruzzarin, e incluso filósofos laureados como el argentino Nahuel Nichamsky (quien convenientemente borró sus huellas digitales vinculadas al régimen), o ese inefable sujeto llamado Michelo.
A ustedes y a quien lea estas palabras: adiós a la idea del «chavismo democrático». Tal cosa es un oxímoron, una utopía sangrienta. Estos turistas de la desgracia ajena, que monetizan la defensa de lo indefendible, tendrán que ver dónde esconden su carrera cuando la historia termine de pasar factura.
Ante tanta mezquindad, y a medida que avanzan los acontecimientos, regreso con alivio a la obra del filósofo estadounidense Richard Rorty. Él, el último gran pragmático, sostenía que el progreso moral no es un descubrimiento de la razón, sino una expansión de la solidaridad.
Para Rorty, la política debía servir para ampliar el círculo de «los nuestros», para que el sufrimiento de los otros nos resultara intolerable. El Nobel a María Corina Machado no es solo una medalla; es un recordatorio de que la crueldad es lo peor que podemos hacernos los unos a los otros.
A estas alturas del siglo XXI, seguir pensando que la izquierda es sinónimo automático de bondad y la derecha de maldad es un infantilismo que ha costado demasiadas vidas. Si la izquierda mundial no puede sentir solidaridad por las víctimas de Maduro solo porque eso implica coincidir con Trump o contradecir sus viejos manuales, entonces esa izquierda no merece futuro y la sociedad decantará por la otra propuesta. Porque, como diría Rorty, han perdido la capacidad de ver el dolor ajeno, y no hay ideología que justifique eso.
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